En un acto de sublime fe que conmovería al más cínico de los diplomáticos, el Canciller de la Fuente ha vuelto a desempolvar el arma más letal de la cancillería mexicana: la sugerencia amable. Desde el lujoso salón donde se reúnen los prohombres progresistas del orbe para darse palmaditas en la espalda, México ha lanzado, una vez más, su grito de guerra silencioso contra el más anacrónico de los privilegios: el derecho de veto en las Naciones Unidas.
Resulta enternecedor, cuando no tragicómico, contemplar cómo la nación azteca, con la obstinación de un Sísifo con corbata, insiste en pedirle democracia a un club cuyos miembros fundadores se repartieron el planeta como si de una tarta se tratase hace ochenta años. La idea de que China, Rusia o Estados Unidos vayan a renunciar voluntariamente a su poder de paralizar cualquier iniciativa que les moleste es tan plausible como esperar que un tigre se haga vegetariano por convicción ética.
La iniciativa franco-mexicana para limitar el veto en casos de atrocidades masivas es la joya de la corona de este teatro de lo absurdo. ¿Acaso hay algo más conmovedor que imaginar a las cinco potencias nucleares del mundo, en medio de una masacre, deteniéndose a consultar un manual de buenas prácticas antes de ejercer su derecho divino a la obstrucción? Es como pedirle a un dragón que escupa fuego solo los martes y jueves, por cortesía.
El colmo del esperpento llega cuando, en el mismo discurso, se defiende un multilateralismo robusto mientras se clama por despojar de su herramienta principal a quienes detentan el poder real. Es la equivalente diplomática de pedir una fiesta democrática donde los dueños de la casa puedan ser vetados por los invitados. Una idea tan revolucionaria que, naturalmente, cuenta con el apoyo abrumador de… 107 países que, en la práctica, tienen la misma capacidad de decisión que un decorativo jarrón en la sala.
Y como broche de oro a este ejercicio de idealismo aplicado, no podía faltar la condena a la criminalización de la migración. Un alegato noble y justo, que sin embargo suena a música celestial en los oídos de aquellos mismos países que erigen vallas y patrullan fronteras. La contradicción es sublime: se pide democracia global y libre circulación en un mundo donde la ley del más fuerte sigue siendo el único artículo que no necesita consenso.
México, en su papel de Quijote contemporáneo, sigue embistiendo contra los molinos de viento del Consejo de Seguridad. Su lucha es un recordatorio necesario, aunque quizás inútil, de que la verdadera democracia internacional sigue siendo un sueño lejano, un fantasma que se desvanece entre las alfombras rojas de Nueva York cada vez que uno de los cinco miembros permanentes levanta, siquiera ligeramente, un dedo.