La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, realizó un llamado formal a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para que asuma un rol más activo y decisivo ante las recientes medidas adoptadas por el gobierno de Estados Unidos contra Venezuela. El objetivo central de esta gestión diplomática, según expuso la mandataria durante su conferencia matutina, es prevenir de manera absoluta cualquier escenario que pueda conducir a un derramamiento de sangre en la nación sudamericana. Este posicionamiento refuerza la línea de la política exterior mexicana, que prioriza de manera invariable la resolución pacífica de los conflictos internacionales por encima de cualquier otra consideración.
La solicitud no surge en un vacío, sino como respuesta directa a la escalada de tensiones generada por la administración estadounidense. Recientemente, el presidente Donald Trump designó al gobierno venezolano como una Organización Terrorista Extranjera, una calificación con profundas implicaciones legales y económicas. Paralelamente, ordenó un bloqueo total a los buques petroleros sancionados que operan en aguas venezolanas, una medida que busca estrangular el principal flujo de ingresos del país. La justificación esgrimida desde Washington apunta a acusaciones de que el régimen de Nicolás Maduro se financia con recursos presuntamente desviados y mantiene vínculos con actividades ilícitas. Estas acciones, de una contundencia inusual, han elevado la presión sobre Caracas a un nivel que muchos analistas consideran crítico y potencialmente desestabilizador para toda la región.
Frente a este panorama, Sheinbaum fue clara y meticulosa al fundamentar la postura de su gobierno. No se trata de una defensa o un aval a la gestión interna del gobierno venezolano, un matiz crucial que distingue el enfoque mexicano. La presidenta subrayó que, independientemente de las opiniones que se puedan tener sobre Maduro y su administración, México debe y tiene la obligación de mantener como eje inquebrantable de su acción exterior el llamado al diálogo, a la no intervención y a la paz. Estos no son principios retóricos, sino mandatos constitucionales que estructuran la relación de México con el mundo: la no intervención en los asuntos internos de otros Estados, la prohibición de la injerencia extranjera, el respeto a la autodeterminación de los pueblos y la solución pacífica de las controversias.
Al invocar a la ONU, México está apelando al máximo foro multilateral para que ejerza su autoridad moral y su capacidad de mediación. La expectativa implícita es que el organismo actúe como un contrapeso y un facilitador neutral, capaz de frenar una dinámica que parece encaminarse hacia una mayor confrontación. La preocupación por un “derramamiento de sangre” no es una fórmula diplomática genérica; refleja un análisis realista de los riesgos que conlleva la asfixia económica extrema y el aislamiento político total de un país ya sumido en una profunda crisis humanitaria y de gobernabilidad. Una escalada adicional podría desencadenar consecuencias imprevisibles, desde una mayor inestabilidad interna hasta un conflicto regional.
Este movimiento diplomático coloca a México en una posición de liderazgo tradicional dentro del derecho internacional, reafirmando su histórica defensa de la soberanía y los mecanismos de concertación. Es una postura que, si bien puede generar fricciones con su poderoso vecino del norte, busca reposicionar la diplomacia y el derecho como herramientas primarias de la geopolítica. El mensaje final es que, en un escenario de alta polarización, la comunidad internacional tiene la responsabilidad de abrir canales de comunicación y desactivar las amenazas antes de que sea demasiado tarde. La apuesta mexicana es que la ONU pueda ser ese canal, evitando que la presión se transforme en violencia y que la crisis encuentre una salida negociada donde todos los actores, incluida la oposición venezolana y la sociedad civil, tengan un espacio.

















