Nacional
Narcocorridos y poder, la música que desafía al sistema
La batalla entre libertad artística y censura en México: ¿dónde trazar la línea?

La escena es surrealista: Natanael Cano, ícono del corrido tumbado, enfrenta un silencio impuesto mientras el público corea sus letras prohibidas. ¿Qué fuerza es más poderosa: la censura estatal o la voz de una generación que encuentra identidad en estos versos? Los narcocorridos no son simples canciones; son el espejo fracturado de una sociedad donde el arte, el crimen y la protesta se entrelazan irremediablemente.
Imaginen un género musical que funciona como criptografía social. Ainhoa Vásquez, autora de “Narcocultura”, revela que estos códigos son la lengua franca de los márgenes. Cuando Los Alegres del Barranco proyectan la imagen de “El Mencho” en pleno escenario, no celebran la violencia: exponen la cruda simbiosis entre poder fáctico y cultura popular. Su castigo? La revocación de visas estadounidenses, un acto que paradójicamente los convirtió en mártires contemporáneos.
Analicemos el fenómeno desde otro ángulo: ¿y si los narcocorridos fueran la nueva literatura de protesta? Junior H y Peso Pluma, al codificar referencias a “El Azul” o “Los Chapitos”, no glorifican el narcotráfico; documentan la mitología urbana de nuestro tiempo. Sus metáforas frutales (“uva” para la tusi, “coco” para la cocaína) son tan elaboradas como el doble lenguaje de los poetas beatniks frente al macartismo.
La genialidad disruptiva de Netón Vega radica en transformar jerga criminal en poesía viral. Su tema “Presidente”, con referencias a “El 3” y “El M”, demuestra cómo el arte puede subvertir el orden establecido: mientras las autoridades persiguen a los capos, sus alias se convierten en estribillos coreados por millones. Es la misma ironía que hizo del “Corrido de Gregorio Cortez” un símbolo de resistencia chicana en los años 70.
Propongo un experimento mental: ¿qué pasaría si en lugar de prohibir estos temas, los estudiamos como antropólogos digitales? Grupo Firme ya juega con esta dualidad al declarar sus letras “ficción”, mientras el público exige “La Pantera” como si fuera un himno generacional. La paradoja es sublime: canciones que las plataformas borran por “apología” acumulan 612 millones de streams, como “Si no quieres no” de Luis R. Conriquez.
El verdadero tabú aquí no es la violencia, sino nuestra incapacidad para entender que estos artistas son sismógrafos sociales. Cuando Tito Doble P escribe “Siempre pendientes”, no instruye sobre narcotráfico; documenta cómo el mito de Los Chapitos permea la identidad juvenil. Prohibirlos sería tan efectivo como censurar a Bob Marley por hablar de guettos o a Rage Against The Machine por criticar al capitalismo.
La solución radical? Aceptar que el arte no es pedagogía. Los narcocorridos son síntoma, no causa. Mientras el Estado insista en silenciar bocinas en lugar de escuchar lo que dicen, seguiremos bailando sobre el volcán de una realidad que nadie quiere nombrar. Como dijo Cano ante el micrófono cortado: “Pídansela a su gobierno, no a mí”. El mensaje está claro: cuando censuras la música, solo amplificas su eco.

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