Once años de Ayotzinapa: la marcha que desafía al olvido

La Memoria como Motor de la Transformación Social

Once ciclos completos alrededor del sol no han logrado apagar la llama de la exigencia. Lo que el establishment esperaba que se convirtiera en una página más de la historia, los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa han transformado en un faro de resistencia. Su convocatoria para este viernes no es solo una marcha; es un acto de reprogramación colectiva, un desafío frontal a la narrativa del olvido.

Imaginemos por un momento que, en lugar de ver esta movilización como una protesta, la observamos como el sistema inmunológico de la democracia. Cada persona que se suma a la caminata desde el Ángel de la Independencia hasta el Zócalo capitalino representa un anticuerpo social que rechaza la infección de la impunidad. La participación de estudiantes de normales rurales, el magisterio disidente y ciudadanos de todos los estratos no es una coincidencia; es la prueba de un ecosistema de solidaridad que crece en las grietas del sistema.

La declaración de Melitón Ortega, padre de uno de los jóvenes desaparecidos, trasciende el llamado convencional. Es una invitación a la corresponsabilidad histórica. Cuando convoca a organizaciones sociales, amas de casa y campesinos, está tejiendo una red de accountability ciudadano que cuestiona la efectividad de las instituciones tradicionales. ¿Y si el verdadero avance no está en los expedientes judiciales, sino en esta capacidad de movilización transversal que ha mantenido viva la demanda de justicia?

Las acciones coordinadas por las Coordinadoras Nacionales de Trabajadores de la Educación (CNTE) en Guerrero y Chiapas revelan un patrón más profundo: la educación como campo de batalla ideológico. Los normalistas rurales representan un modelo educativo que desafía la lógica mercantilista del conocimiento. Su presencia masiva en las protestas convierte las calles en aulas abiertas donde se enseña, sobre todo, la materia pendiente de la dignidad.

Este movimiento no se conforma con conmemorar una tragedia. Está arquitectando un nuevo lenguaje de exigibilidad de derechos. Mientras el poder espera el desgaste natural del tiempo, los familiares y simpatizantes han convertido cada aniversario en una plataforma de innovación social. La marcha del viernes a las 16:00 horas es, en esencia, un laboratorio de resistencia civil que demuestra cómo la persistencia ética puede ser la tecnología más disruptiva contra la opacidad del poder.

La verdadera revolución no siempre grita; a veces camina. Y en el silencio elocuente de estas movilizaciones, se está escribiendo un nuevo capítulo sobre cómo las sociedades pueden convertir el dolor en potencia transformadora. Once años después, el caso Ayotzinapa nos interroga: ¿estamos presenciando el ocaso de un caso impune o el amanecer de una nueva forma de hacer justicia desde la ciudadanía?

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