La Noche que el Río Bravo Nos Devolvió una Familia
En esta profesión, uno acumula historias que te marcan para siempre. La del rescate de la familia guatemalteca en el Río Bravo es una de esas que confirman por qué nuestro trabajo en el Grupo Beta va más allá de un simple protocolo. Recibir el reporte de una familia de migrantes, con una mujer de ocho meses de embarazo y tres niños pequeños, extraviada por tres días en esa zona de densa vegetación, activa todos los protocolos y, sobre todo, un sentido de urgencia humana que la teoría no puede enseñar.
La lección clave que el río nos ha dado una y otra vez es que la logística es fundamental. Sabíamos que llegar por tierra era imposible. Fue ahí donde la experiencia previa nos dictó la solución: el aerobote. No es la primera vez que este vehículo anfibio se convierte en la única línea de vida en un operativo de rescate. Cerca de las 2 de la mañana, en la oscuridad más absoluta, el sonido del motor mezclado con la corriente del río crea una tensión que solo se alivia cuando distingues las siluetas de las personas esperando.
Encontrarlos con buen estado de salud tras esa odisea fue un triunfo. Pero la operación no termina ahí. La verdadera asistencia, la que deja huella, comienza después. Ofrecer agua, ese gesto simple pero vital, y luego escuchar su voluntad de ser trasladados a la Central de Autobuses en lugar de solicitar otro tipo de ayuda, te recuerda la complejidad de sus circunstancias y la importancia de respetar sus decisiones.
Este caso, como muchos otros, refuerza un principio que hemos defendido con hechos: el compromiso con el respeto a los derechos humanos no es un eslogan. Es una práctica diaria que requiere una vocación de servicio genuinamente humanista y sensible. Ver a esos niños a salvo es el recordatorio más poderoso de que, en medio de un debate migratorio a menudo abstracto, nuestro deber es proteger la vida, sin importar condición o nacionalidad.