Un punto de inflexión en la plaza pública
Desde mi experiencia observando la vida política nacional, pocos escenarios son tan elocuentes como un Zócalo lleno. Este viernes, la energía que emanaba de las más de 600 mil personas congregadas, según los informes, no era solo la de un mitin; era el termómetro de un proyecto que, tras siete años, busca reafirmar su rumbo. La Presidenta Claudia Sheinbaum, flanqueada por el núcleo duro de su gabinete, gobernadores aliados y la estructura de Morena y sus partidos coaligados, no solo celebraba un aniversario. Enviaba un mensaje de fortaleza en un momento político complejo.
He aprendido que en la arena pública, cuando un liderazgo se siente bajo asedio, su discurso se tiñe de dos colores: la reafirmación de los logros y la denuncia del ataque. Sheinbaum optó por una combinación de ambos. Su advertencia contra lo que calificó como “campañas sucias”, compra de bots y alianzas forjadas “en México y en el extranjero”, es un guion que hemos visto antes, pero que adquiere un matiz distinto cuando lo pronuncia una mandataria en funciones. No es solo retórica de campaña; es una estrategia de consolidación, un intento por enmarcar cualquier crítica como parte de un complot para regresar a un pasado desprestigiado.
La mandataria estuvo acompañada de integrantes de su gabinete, gobernadores, legisladores y dirigentes de Morena, PT y Partido Verde (Foto: El Universal)
La batalla por la narrativa: privilegios vs. pueblo
En mi trayectoria, una lección crucial es que los gobiernos exitosos definen los términos del debate. Sheinbaum lo sabe. Al contraponer su “gobierno honesto y humanista” con el “régimen de privilegios” de los 36 años neoliberales, establece una dicotomía poderosa. No habla solo de políticas, habla de una lucha moral. Al mencionar la pobreza, la pérdida de soberanía y la corrupción del pasado, busca anclar su administración como la antítesis viviente de esos males. Es un relato que, independientemente de su veracidad absoluta, resulta cohesionador para su base.
Su afirmación de que la modernidad se construye “desde abajo” es quizás el núcleo ideológico más revelador. He visto cómo esta idea, atractiva en teoría, choca con la compleja realidad de la gestión técnica y la toma de decisiones rápidas. Prometer un gobierno que “sirva al pueblo” es el estándar de cualquier democracia; la prueba de fuego, que solo la experiencia diaria revela, está en cómo se arbitran los conflictos de interés cuando ese “pueblo” tiene facciones con demandas contrapuestas.
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El discurso, en su conjunto, fue menos un balance de siete años de transformación con datos específicos y más una proclama de resistencia y continuidad. Refleja la transición de un movimiento que pasó de la crítica al poder a la defensa del poder establecido. La advertencia de que “no vencerán al pueblo de México ni a su Presidenta” fusiona, de manera estratégica, su destino personal con el del país, una técnica retórica de alto riesgo y, potencialmente, de alta recompensa. El tiempo, ese juez implacable que he aprendido a respetar, dirá si esta narrativa de combate perdura más allá del calor de la plaza.
















