Desde mi experiencia en el ámbito del derecho administrativo y la protección animal, he sido testigo de cómo los casos de maltrato suelen quedar en la impunidad. Por eso, la reciente resolución del Juzgado Cívico Calificador en materia de bienestar animal del Ayuntamiento de Mérida me parece un verdadero parteaguas. Sancionar a Dafne V.V. con la astronómica cifra de 90 mil 512 pesos por encerrar y abandonar sin sustento a diez perros en el fraccionamiento Sol Caucel no es solo una noticia; es un mensaje contundente. He aprendido que, sin consecuencias reales, las leyes son solo letra muerta.
La trágica pérdida de dos de esos animales es un recordatorio sombrío de las consecuencias de la negligencia. El juez cívico José Antonio Escalante Chan detalló cómo la Unidad de Protección Animal, en una operación coordinada con la Secretaría de Seguridad Pública, ejecutó el rescate tras una denuncia ciudadana al 070. En mi trayectoria, he visto que la colaboración vecinal es a menudo el primer y más crucial eslabón en la cadena del rescate. Fueron estos mismos residentes quienes, con un profundo sentido de compasión, auxiliaron a los canes, proporcionándoles alimento e hidratación mientras aguardaban la llegada de la ayuda oficial, lo que permitió que ocho de ellos sobrevivieran.
La sanción, calculada en 800 veces la Unidad de Medida y Actualización, trasciende el mero castigo económico. El magistrado enfatizó que el fallo busca consolidar la protección de los animales de compañía e incentivar la cultura de la denuncia. Este veredicto sienta un precedente jurídico de un valor incalculable para la aplicación del reglamento municipal sobre bienestar animal en la ciudad. Nos enseña que la ley, cuando se aplica con determinación, puede convertirse en un poderoso instrumento de cambio social.
La compleja realidad detrás de la infracción
La historia, sin embargo, tiene matices que invitan a la reflexión. Vecinas de la infractora relataron que inicialmente su intención era noble: comenzó a recoger perros callejeros para ofrecerles cobijo, comida y agua. La vida, como suele suceder, interpuso dificultades económicas insuperables, forzándola a mudarse con familiares y llevándola a la desesperada decisión de abandonar a los animales. He conocido casos similares donde la línea entre la buena intención y la irresponsabilidad se difumina por las circunstancias. Esta anécdota es una lección práctica sobre la importancia de medir nuestras capacidades antes de asumir una responsabilidad de tal magnitud. Ahora, además de cargar con la culpa, deberá afrontar una costosa multa que, sin duda, marcará su vida. La justicia, en su deber de ser ejemplar, no siempre puede considerar el contexto, pero a nosotros nos queda la enseñanza: el bienestar animal exige compromisos realistas y sostenibles.



















