El Gran Hermano comercial vigila cada compra en el supermercado

¿Aún crees que tu teléfono es un mero instrumento de comunicación? Qué adorable ingenuidad. En el glorioso mercado de la vigilancia voluntaria, tu dispositivo es el chivato más eficaz que el capitalismo haya soñado: un delator que llevas en el bolsillo y al que pagas una cuota mensual por el privilegio de espiarte.

Esa sensación paranoica de que un anuncio te susurra al oído justo después de haber susurrado tú un deseo no es fruto de tu imaginación. Es la divina providencia del mercado, un Big Brother publicitario tan solícito que anticipa tus necesidades antes de que tú mismo seas consciente de ellas. Es como tener un mayordomo psíquico, pero en lugar de servir el té, te sirve ansiedad consumerista.

Imagine el lector el paraíso del consumo moderno: un establecimiento donde las cámaras, bendecidas por el dogma de la Inteligencia Artificial, no se conforman con grabar hurtos. Su sagrada misión es clasificarte por sexo y edad, como un ganado humano, para luego exigirte que escanees un código QR, la nueva hostia consagrada del ritual de compra. Este código, tras analizar tu esencia, te iluminará con ofertas personalizadas. ¿No es maravilloso? En lugar de perder tiempo decidiendo, una entidad superior elige por ti.

Este sistema de rastreo beatífico sigue los pasos del feligrés por los pasillos, anota devotamente cada producto que acaricia, cronometra su fervor delante de una estantería de galletas y, finalmente, en el altar del pago, crucifica sus datos en una base para construir el perfil definitivo del pecador-consumidor. Todo ello, según el evangelio según Tech Check y El Poder del Consumidor, se practica ya como un sacramento en 173 templos de Walmart y en la mayoría de los sagrarios de Sam’s Club en México.

Pero la revelación no termina ahí. Los nuevos apóstoles de esta religión, los influencers, también construyen sus propios índices de fieles. A través de sus programas de afiliación, asignan a cada seguidor un número de identificación, como en los mejores regímenes distópicos. Así, pueden saber si su sermón sobre una crema rejuvenecedora condujo a una conversión real (una compra), mereciendo así su correspondiente indulgencia plenaria (comisión). Venden los datos de su grey a las grandes corporaciones y, en un acto de fe inquebrantable, promocionan productos que nunca han probado, transformando la recomendación en una ruleta rusa para el bolsillo ajeno.

El futuro, como es debido, es aún más prometedor. El siguiente paso en esta peregrinación hacia la transparencia absoluta es la colección de datos biométricos. Sus huellas dactilares y su rostro pronto serán la llave para crear perfiles de cliente tan inteligentes que sabrán que usted va a comprar helado de chocolate un martes a las 3 de la tarde porque acaba de tener una discusión con su jefe. ¿El problema? En México, la regulación publicitaria avanza con la agilidad de un funeral, mientras en Europa se empeñan en proteger algo tan anticuado como la privacidad, frenando el progreso con absurdos escrúpulos.

Mientras tanto, las organizaciones proféticas claman en el desierto pidiendo investigar a las plataformas, exigir transparencia y poner límites, especialmente con los niños. Una idea tan romántica y desfasada como pretender ponerle puertas al campo… o al panóptico digital que hemos construido con entusiasmo y lo llamamos progreso.

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