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La absurda obsesión por la normalidad frente al síndrome de Treacher Collins

Una mirada crítica a cómo la sociedad trata lo diferente, mientras la ciencia avanza en silencio.

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En un mundo donde la perfección facial se mide con reglas de Instagram y filtros de TikTok, el síndrome de Treacher Collins emerge como el villano favorito de la lotería genética. Cada 28 de mayo, la hipocresía colectiva se viste de solidaridad para “visibilizar” una condición que el resto del año ignoramos entre selfies y cirugías estéticas.

Según los expertos (esos seres que estudian cosas raras mientras nosotros memes), este síndrome es una afrenta al diseño estándar humano: orejas que se niegan a aparecer, mandíbulas en huelga y párpados que prefieren mirar al suelo. ¡Vaya descaro de los genes TCOF1, POLR1C y POLR1D, rebeldes sin causa que mutan solo para recordarnos que la naturaleza tiene un oscuro sentido del humor!

Lo más hilarante es que, mientras las universidades firman acuerdos pomposos y las fundaciones reparten folletos, la sociedad sigue premiando caras simétricas en pasarelas y pantallas. Los mismos que hoy comparten posts con el hashtag #TreacherCollinsCollins son los que mañana apartarán la mirada en el metro ante un rostro diferente. ¡Bravo por nuestra doble moral de quita y pon!

El colmo del absurdo: diagnosticamos estas “anomalías” con tecnología de punta… para luego enviar a los pacientes a navegar un sistema de salud más deforme que sus huesos faciales. ¿Audífonos? Lista de espera. ¿Cirugías reconstructivas? Solo si eres influencer. ¿Aceptación social? Eso sí que es una mutación realmente rara.

Mientras tanto, en las redes sociales, aplaudimos a los “valientes” que viven con el síndrome, como si necesitaran nuestra palmadita en la espalda para existir. Nadie cuestiona por qué llamamos “raro” a lo que simplemente es distinto, ni por qué seguimos confundiendo humanidad con estándares de belleza.

Así que hoy, mientras compartes ese emotivo artículo, recuerda: la verdadera discapacidad está en nuestra incapacidad para ver más allá de los rostros. Y eso, queridos hipócritas, no tiene cura genética.

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