En un alarde de eficiencia sin precedentes, la raza humana ha logrado, una vez más, superarse a sí misma. El año 2025 ha sido oficialmente coronado como uno de los tres más tórridos de la historia, un triunfo incuestionable de nuestra persistente dedicación a la quema de cosas. Los científicos, esos aguafiestas profesionales con sus gráficos y sus umbrales, anunciaron con cara larga que hemos traspasado con elegancia el límite de 1.5 grados establecido en el Acuerdo de París, ese documento que descansa en paz en un cajón, junto a los propósitos de Año Nuevo.
El planeta, ingrato, respondió a nuestro ingenio industrial con una sarta de fenómenos meteorológicos extremos de muy mal gusto. La colaboración World Weather Attribution, un grupo de académicos sin sentido del espectáculo, catalogó 157 eventos “severos”, desde olas de calor que cocinan huevos en la acera hasta inundaciones que reorganizan la geografía nacional. La climatóloga Friederike Otto, con la paciencia de una santa, declaró a la prensa que estos eventos serían “casi imposibles” sin nuestra contribución. ¡Toma ya! Un logro colectivo.
El teatro de lo absurdo en la arena global
Mientras ciudades se convertían en saunas y bosques en antorchas, la diplomacia internacional dio una lección magistral de cómo abordar un incendio con una jeringa de agua. Las negociaciones climáticas de la ONU en Brasil concluyeron, para sorpresa de nadie, en un monumental acuerdo para seguir discutiendo. El plan explícito para abandonar los combustibles fósiles fue tan elusivo como un político en año electoral. Se prometió más dinero para la adaptación, un concepto brillante que consiste en aprender a vivir en un horno, preferiblemente pagando por la tecnología adecuada.
El panorama geopolítico es un festival de coherencia. China, ese faro de contradicciones, instala paneles solares a la velocidad de la luz mientras excava carbón con el fervor de un buscador de oro. Europa debate si salvar el clima o el crecimiento económico, un dilema tan profundo como elegir entre el oxígeno y el PIB. Y Estados Unidos, bajo el mando visionario de Trump, ha abrazado una política energética tan retro que hace parecer a la Edad de Piedra como un modelo de innovación verde. “El panorama es turbio”, musita Otto. Turbio es un eufemismo digno de un poeta; es como decir que el Titanic tuvo un pequeño problema de flotabilidad.
Límites de adaptación: cuando la realidad supera la farsa
Los científicos hablan ahora de “límites de adaptación”, un término técnico para describir el momento en que un país insular, tras ser golpeado por un huracán bautizado con un nombre de lo más amable, se queda sin recursos, sin tiempo y sin opciones más allá de mirar al cielo y preguntarse en qué momento el guionista de esta realidad perdió la cabeza. Mientras tanto, la industria de los combustibles fósiles, esa benefactora de la humanidad, continúa su labor filantrópica, asegurándose de que nuestros pulmones y nuestra atmósfera reciban su dosis diaria de progreso.
Andrew Kruczkiewicz, de la Universidad de Columbia, resume la situación con la delicadeza de un cirujano: los desastres son más intensos, más rápidos y más complejos. “Se están logrando avances”, concede, “pero debemos hacer más”. Esta frase, tallada en el mármol de lo políticamente correcto, debería grabarse en la lápide de nuestra era. Es el himno perfecto para una civilización que, ante la evidencia apabullante, decide responder con un seminario web, un hashtag y un nuevo comité de estudio.
Así pues, brindemos. Brindemos con un cubo de hielo que se derrite, por el año 2025 y por los récords que vendrán. La humanidad, en su infinita sabiduría, ha elegido el camino más satírico de todos: narrar su propia tragedia con la solemnidad de una farsa, mientras la casa, literalmente, se quema. Jonathan Swift, en algún lugar, sonríe con amargura. Orwell, por su parte, toma notas.














