La Superluna Fría y el calor de nuestras contradicciones modernas

En un alarde de generosidad cósmica sin precedentes, el firmamento nos ha obsequiado, este cuarto día del duodécimo mes, el último y más sublime espectáculo lunar del calendario. La Superluna Gélida, nombre otorgado por los sabios Mohawk en honor a la estación del resfriado y la congelación del alma, no sólo ilumina la noche, sino que sirve de telón de fondo perfecto para el ritual humano por excelencia: la búsqueda de significado en un evento Instagrameable.

Mientras los ancestros observaban el astro plateado para medir el tiempo y temer a los dioses, la civilización contemporánea, en un sublime ejercicio de progreso, ha perfeccionado el arte de subordinarlo a planes de camping y fogatas que huelen a marshmallow y evasión. ¿No poder escapar de la urbe y su ruido? He aquí una excusa celeste, empaquetada y con hora de máxima audiencia: las 5:14, horario centro, para su conveniencia.

El satélite como producto de consumo estacional

Según los augures digitales de Star Walk, el orbe aparecerá un 7.9% más inflado y un 15% más radiante de lo normal. Una cifra que, sin duda, justifica el desplazamiento masivo y la posterior catarata de imágenes idénticas en las redes sociales. Si usted, ciudadano distraído, falla en la cita del día 4, no tema: el capitalismo astronómico es compasivo y ofrece una función de reposo para el día 5, aunque con un brillo ligeramente devaluado, como las ofertas de post-temporada.

Manual técnico para la captura del éxtasis

Para inmortalizar su participación en este fenómeno natural, la sagrada NASA—la misma que planea colonizar Marte—baja sus púlpitos para dictar cátedra sobre obturadores y trípodes. La receta es infalible: abríguese contra el frío exterior (el interior es otra cuestión), ajuste su dispositivo, emplee un ISO bajo (como nuestras expectativas de cambio) y active el temporizador. El objetivo último no es conectar con la inmensidad, sino asegurar que la foto no salga borrosa, metáfora perfecta de nuestra era: preferimos una imagen nítida de la experiencia a la experiencia misma.

Así, entre balances de blanco y aperturas f/8, la humanidad celebra su último evento del año. No miramos a la luna; la fotografiamos, la etiquetamos y la compartimos, creyendo, en un arrebato de ingenuidad sublime, que al capturar su luz, capturamos también un fragmento de la magia que hemos sistemáticamente expulsado de nuestra existencia terrenal y hiperconectada. Brillará, sí, pero dudamos que su luz sea suficiente para iluminar nuestras propias sombras.

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