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México rechaza críticas de la OEA sobre elección judicial

El gobierno mexicano defiende su proceso electoral mientras la OEA cuestiona su transparencia.

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En un giro digno de un reality show político, el Gobierno de México ha decidido elevar el arte de la negación a niveles estratosféricos. La Secretaría de Relaciones Exteriores, en un comunicado que parecía más un monólogo de stand-up que una nota diplomática, acusó a la Misión de Observación Electoral de la OEA de “injerencismo creativo” por atreverse a sugerir que repartir “acordeones” electorales y elegir jueces con la misma transparencia que un sorteo de tómbola podría no ser el método más idóneo.

La Cancillería mexicana, en un alarde de originalidad jurídica, citó el Artículo 3 de la Carta de la OEA como si fuera un manual de autoayuda para Estados sensibles: “Todo país tiene derecho a organizar elecciones como le venga en gana, aunque eso incluya repartir guiones de votación como si fueran menús de restaurante”. El mensaje subyacente: la soberanía nacional ahora incluye el derecho a la incoherencia institucional.

Mientras tanto, la Misión de la OEA –dirigida por un ex canciller chileno que seguramente añora los días simples de la política sudamericana– cometió el error de tomarse en serio su trabajo. Su informe preliminar contenía herejías como “falta de independencia judicial” y “candidatos con perfiles cuestionables”, términos que en el nuevo léxico político mexicano se traducen como “innovación democrática”.

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Lo más hilarante del espectáculo fue la defensa gubernamental de un proceso donde el 13% de participación ciudadana fue celebrado como un éxito rotundo. “¡Al menos no fue un solo dígito!”, parecían gritar desde Palacio Nacional, mientras los nuevos magistrados –convenientemente afines al Ejecutivo– se preparaban para impartir justicia con la misma objetividad con que se eligen los ganadores de un concurso de popularidad.

En este circo electoral, los únicos perdedores fueron la ironía y el sentido común. La OEA, ese club de vecinos entrometidos, cometió el pecado capital de creer que las reglas aplican para todos. México, mientras tanto, sigue escribiendo su propio manual de “democracia a la carta”, donde la única receta infalible es servir los intereses del poder… eso sí, siempre “apegados a la Constitución”.

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