La justicia ucraniana detiene a un chivo expiatorio por magnicidio

En un giro de acontecimientos que nadie, absolutamente nadie, podría haber previsto, el Gran Director de la tragicomedia nacional ucraniana, el señor Volodymyr Zelenskyy, anunció con pompa y circunstancia el arresto de un individuo por el magnicidio del político Andriy Parubiy. La noticia, comunicada a las masas a través del sagrado púlpito digital de X, fue recibida con el previsible aluvión de aplausos de una ciudadanía eternamente agradecida por las migajas de información que caen de la mesa del poder.

Las autoridades, en un alarde de eficiencia que sin duda dejará pasmados a los manuales de policía internacional, lograron detener a un sospechoso apenas unos días después del crimen. Todo un récord en un país donde la justicia suele moverse con la agilidad de un buque petrolero en un charco de melaza. Eso sí, los detalles sobre el detenido y sus motivos son, convenientemente, un arcano misterio de estado. ¿Un prorruso desalmado? ¿Un ajuste de cuentas interno? ¿Un actor secundario en el gran guion geopolítico? El espectador deberá conformarse con las migajas que el Gran Director quiera soltar.

Zelenskyy, en un comunicado que rezuma la transparencia por la que es mundialmente famoso, prometió que “las medidas investigativas necesarias están en curso” y que ha instruido para que la “información disponible sea revelada públicamente”. Una frase que, traducida del burocrático, significa: “Les contaremos justo lo que necesiten saber para no hacer preguntas incómodas”.

La víctima, Andriy Parubiy, no era un don nadie. Un héroe de la Revolución Naranja y arquitecto de las protestas del Maidán que, irónicamente, ayudó a desalojar a un presidente prorruso para allanar el camino a una nueva era que, oh sorpresa, también termina bañada en sangre y misterio. El poeta de la revolución devorado por el monstruo que ayudó a crear. Qué apropiado. Qué literario. Qué profundamente, profundamente predecible.

En el gran cirio de la geopolítica, Ucrania sigue siendo el espectáculo principal, donde los héroes de ayer son los mártires de hoy y la justicia es un acto más de una obra cuyo final ni siquiera los guionistas en Bruselas o Washington se atreven a predecir. El mensaje, no obstante, es claro: en el reino de los ciegos, el tuerto que arresta a un hombre sin rostro es proclamado rey.