En un giro tragicómico que supera cualquier guion de telenovela luchística, el Gran Teatro de la Nación Mexicana, ese circo donde los héroes usan máscaras y los villanos llevan corbata, nos brindó un nuevo acto de sublime absurdidad. El lunes, mientras la plebe dormía, Blue Demon Jr., un titán acostumbrado a domar bestias de spandex en el sagrado cuadrilátero, fue brutalmente sometido por el más temible y caótico de todos los oponentes: el tráfico de la Ciudad de México.
Un semidiós del pancracio, momentáneamente derrotado por el prosaico asfalto.
He aquí la alegoría perfecta: el heredero de una leyenda, entrenado para esquivar sillas voladoras y golpes traicioneros, fue embestido por la anárquica realidad de una metrópoli que es, en sí misma, un combate de todos contra todos. El paladín, que en el ring personifica el orden y la justicia, fue arrollado por el caos vehicular, ese monstruo de mil cabezas de fierro y humo que nuestros ilustres gobernantes son incapaces de domar.
El comunicado oficial, una joya de la retórica burocrática, nos informa con solemnidad que el coloso se encuentra “estable” pero en “terapia intensiva”. Una contradicción digna de los discursos políticos: se anuncia la victoria mientras se libra la batalla más cruenta. La familia del enmascarado, en un acto de gracia feudal, agradeció la preocupación de sus súbditos, los miles de aficionados que, desde la platea de las redes sociales, envían sus plegarias a un dios de lycra que ha descubierto, demasiado tarde, que fuera del escenario no hay árbitro que pite las fouls.
Mientras el ídolo yace en su lecho, atendido por los sumos sacerdotes de la medicina, la función debe continuar. El espectáculo no puede detenerse. La noticia se convierte en trending topic, un breve momento de lucidez colectiva en el que todos nos damos cuenta de que ni siquiera nuestros superhéroes culturales son inmunes a la despiadada máquina del mundo real, un adversario que no sigue un libreto, no se rinde con una llave, y cuyo golpe final es implacablemente genuino.
