En el grandioso teatro de las ilusiones colectivas, donde el balón es un fetiche y los héroes de barro, el Toluca emergió del Volcán no con las manos vacías, sino con un precioso talismán: la derrota por la mínima. Un amuleto tan poderoso que, según los augures del balompié, contiene en su seno la promesa misma de la victoria. Los Diablos Rojos, convenientemente despojados de su orgullo en el altar universitario, recibieron el gol sagrado de Ángel Correa, un mensaje divino entregado gracias a una revelación profana: el error cósmico de Hugo González.
El guardián de la red, en un acto de generosidad sin precedentes, decidió que el esférico pertenecía por derecho a Diego Lainez, quien, sin molestarse en disimular su sorpresa, completó el trámite burocrático para el único tanto. Así, los acólitos del Turco Mohamed descubrieron el camino más sublime: perder para ganar, caer para elevarse, un principio filosófico que solo se comprende en los vestuarios de los equipos que “tienen vida”.
La alquimia de la remontada en el templo inexpugnable
La sabiduría popular, esa colección de consuelos para perdedores, decreta que en el Nemesio Diez “90 minutos son una eternidad”. Una eternidad, claro está, perfectamente calculada para darle la vuelta a un marcador de 1-0. El sumo sacerdote Antonio Mohamed, maestro en la teología de la remontada, pronunció el sermón de rigor: “No está muerto quien pelea”. Una verdad incontrovertible, aplicable también a quien yace bajo tres goles en contra, pero que prefiere enfocarse en la belleza del esfuerzo.
“Defendimos bastante bien, manejamos bien la pelota, [pero] nos faltó muchísima profundidad”, confesó el estratega, describiendo con precisión quirúrgica un partido de fútbol donde todo estuvo perfecto, excepto el pequeño detalle de no generar peligro alguno. Es la nueva escuela táctica: la posesión estéril como arte supremo, la derrota elegante como estrategia.
La monumentalización del fallo y el archivo de la memoria
Ante el monumental desliz de su portero, el filósofo Mohamed ofreció una lección de relativismo histórico: “Si salimos campeones, el error queda archivado”. He aquí la gran doctrina del deporte moderno: la memoria es un lujo que solo pueden permitirse los vencidos. Los triunfadores tienen el derecho divino a reescribir la historia, a convertir la chapuza en anécdota pintoresca y el patinazo en un paso de baile necesario para la coreografía del título.
Así, la gran final se reduce a una sublime disyuntiva: o el error de Hugo González se convierte en el prólogo épico de una gesta heroica, o será esculpido en la losa de los fracasos imperdonables. El bicampeonato pende de un hilo, tejido entre la esperanza desmedida y la capacidad de olvido. Mientras, en el reino de los Tigres, seguramente se practica la arrogancia de quienes confían en un resultado tangible, ignorantes de la poderosa metafísica de la fe que se cuece a dos mil metros de altura.












