La teología del penalti fallado y la canonización mediática

La Hagiografía del Error en el Estadio Sagrado

En el coliseo moderno donde los gladiadores visten shorts y la plebe paga por streaming, ocurrió un milagro laico: la consagración del fracaso. Las Chivas del Guadalajara, ese bastión de identidad nacional mercantilizada, estaban a un suspiro de la gloria semifinal en el torneo Apertura 2025. El destino, caprichoso y con forma de balón, depositó un penalti en sus botines. La criatura mitológica, el Rebaño Sagrado, olfateaba la hazaña.

Entonces, el héroe designado, Javier “Chicharito” Hernández, ascendió al punto fatídico. No era un hombre, sino un símbolo: el capitán, el goleador histórico, la marca registrada con patadas. Su ejecución no fue un simple disparo; fue una declaración teológica tan profunda como errática. El esférico, en un acto de rebeldía cósmica, se elevó hacia las alturas donde solo vuelan los ángeles y los malos remates. El héroe, por obra y gracia del guion, se transmutó en villano. La multitud rugió, el algoritmo de las redes sociales se espasmódico de gozo.

Pero he aquí donde la farsa alcanza su cénit. Del éter de las pantallas de TV Azteca emergió la voz de un sumo sacerdote del relato, Luis García. Su misión: no analizar el hecho, sino transfigurarlo. Con la elocuencia de un vendedor de humo sagrado, proclamó que había que “respeta, admirar y aplaudir los huevos” del ejecutante. No importaba el resultado, importaba la voluntad. En su sermón, fallar un penalti dejó de ser un error técnico para convertirse en el acto de valor supremo, más digno de elogio que, digamos, haberlo anotado. La lógica, llevada al matadero de lo absurdo, dictaminó: “nadie falla un penal si no lo tira”. Una verdad de Perogrullo elevada a principio filosófico.

El analista, poseído por el espíritu de la épica barata, midió la valentía del futbolista en unidades simiescas (“del tamaño de King Kong“) y lo coronó, nuevamente, como “el futbolista más importante”. La “mala fortuna” fue el único responsable. Así, ante nuestros ojos, se escribió el nuevo evangelio del espectáculo: la responsabilidad de asumir el protagonismo, incluso para estrellarse, redime cualquier resultado. El mérito ya no reside en el éxito, sino en la disposición a ser el centro del fracaso ante millones.

La perorata culminó con una canonización en directo: “es un chingón y su historia así te avala”. La trayectoria pasada, un fetiche, se usó como barniz para dorar el error presente. En este universo al revés, la crítica se ahoga en un mar de reconocimientos, la técnica se somete al coraje, y un disparo desviado se convierte, gracias a la narración adecuada, en una prueba de carácter. El fútbol, ese opio de los pueblos modernos, había encontrado su teología de la redención instantánea: no importa fallar, importa haber tenido los atributos, metafóricos y gigantescos, para intentarlo. El circo no solo tenía pan, ahora también tenía moraleja.

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