El último sketch: la sociedad ríe y llora a ritmo de algoritmo

En un giro tragicómico que la propia realidad se empeña en superar, la noticia del fallecimiento del humorista Jesús Alberto González, “El Cometa Show”, ha desatado el ritual contemporáneo por excelencia: la procesión digital del duelo. A los cuarenta años, edad en la que un satírico apenas comienza a afilar sus dagas verbales, el comediante partió hacia el gran camerino en el cielo, dejando tras de sí un silencio que rápidamente fue ahogado por el estruendoso clamor de las redes sociales.

Las causas de su deceso, envueltas en el misterio como un gag de mal gusto, importan menos que el oportuno despliegue de condolencias estandarizadas. El mecanismo se puso en marcha con precisión burocrática: colegas del gremio, aquellos mismos con quienes quizás competía por minutos de escena, se apresuraron a publicar elegías en Instagram, transformando el dolor en contenido y la añoranza en engagement. Mike Salazar, su camarada, lideró la comitiva con un mensaje tan emotivo que casi lograba ocultar el hecho de que se escribía en la misma plataforma donde se venden suplementos dietéticos y se promocionan reality shows.

¿Quién fue El Cometa Show? Un hombre de Monterrey que heredó el oficio de la risa de su progenitor, “Chis Chas”. He aquí la fábula moderna: el hijo que convierte el legado paterno en un capital de simpatía, destilando las banalidades de la existencia –las tribulaciones domésticas, los pequeños absurdos cotidianos– en monólogos que ofrecían un espejo ligeramente deformado a su público. Su éxito residía en una autenticidad manufacturada, un producto tan genuino que podía ser empaquetado y distribuido en foros, bares y, crucialmente, en las pantallas de los teléfonos inteligentes.

Su legado, por tanto, trasciende el mero chiste. Es el legado de una época donde el valor de un artista se mide en menciones, en la capacidad de “iluminar espacios” que, en su mayoría, son virtuales. La sociedad, ávida de catarsis, utiliza estas muertes como excusa para un espectáculo colectivo de sensibilidad: lloramos en público a quien nos hizo reír en privado, compartimos el pésame como demostración de nuestra propia humanidad en un ecosistema digital que la erosiona a diario. La comedia se apaga, y en su lugar, se enciende el gran teatro de la condolencia, donde todos somos actores obligados, recitando guiones de tristeza entre anuncios personalizados. La última y más grande broma, al parecer, es la solemnidad con la que celebramos la vida de quien nos enseñó a reírnos de todo, menos de este absurdo fundamental.

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