La corona de la virtud inquebrantable en un universo de dudas

En un acto de heroísmo cívico sin precedentes, la ciudadana ejemplar Fátima Bosch ha declarado, desde el sagrado suelo neoyorquino, que no piensa abdicar del Trono Celestial de Miss Universo 2025. Su argumento, tallado en la roca viva del esfuerzo personal, es tan sólido como el diamante de su corona: ella lo merece porque ella lo dice, y punto. ¿Acaso no es ese el fundamento último de toda legitimidad en nuestra era?

La coronación de la damisela, como es bien sabido, ha estado empañada por los mezquinos rumores de aquellos que no pueden soportar el resplandor de un triunfo impecable. Se susurra, con malicia, sobre ciertas transacciones entre el noble presidente de la organización, un filántropo conocido por su desinteresada gestión de concursos de belleza, y el patriarca de la familia Bosch, un caballero cuyo único vínculo con la petrolera estatal fue, por supuesto, puramente decorativo. ¡Pura casualidad! La verdad, como ha sentenciado la propia soberana, es una y única: la que emana de sus labios ungidos.

Ante la pregunta insidiosa de si contemplaría renunciar, su respuesta fue un monumento a la ética moderna: “Por supuesto que no”. ¿Renunciar al fruto de su trabajo? ¡Aquí no se regala nada! Cada lágrima derramada en el camerino, cada sonrisa practicada frente al espejo, cada paso de pasarela ensayado hasta el agotamiento constituyen un título de propiedad irrevocable sobre la diadema. El populacho digital, esa turba ingobernable de envidiosos, la ataca a ella y a su linaje. “Tengo 35 años”, clamó, una edad donde la resiliencia se mide en diamantes y la filantropía es el único pasaporte válido para habitar este… Universo.

Mientras tanto, en un reino paralelo pero igualmente sublime, una nueva princesa ha ascendido al solio nacional. Cassandra García Olea, una erudita en Relaciones Mercantiles Internacionales, fue coronada Miss México 2025 en una ceremonia donde el talento y la oratoria fueron juzgados con la precisión de un reloj suizo. Su próximo destino: Botswana, donde cuarenta aspirantes lucharán por el derecho a ser la más bella del orbe, en un ritual que perfecciona, año tras año, la ciencia de la elección objetiva. “No voy sola”, declaró la nueva elegida, reconociendo el apoyo de sus súbditos en las redes. Y es que, en estos tiempos, la realeza no se concibe sin un séquito de seguidores.

Así, el gran teatro del mérito sigue su curso. En un escenario, una reina defiende su corona contra los vientos de la calumnia, erigiendo su merecimiento como un muro infranqueable. En otro, una nueva soberana se prepara para la batalla internacional, armada con diplomas y sonrisas. Ambos espectáculos, brillantes y necesarios, nos recuerdan que en un mundo lleno de problemas banales como la guerra, el hambre o la crisis climática, lo que realmente une a la humanidad es la inquebrantable búsqueda de una banda de seda y un cetro de metal bañado en oro. Una lección de prioridades, en efecto.

No dimitirá a su título

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