La farsa pastoral del reality show contemporáneo
En el vasto panorama del espectáculo moderno, “La Granja VIP” se erige como el más sublime experimento antropológico, un microcosmos donde las complejidades de la condición humana son reducidas a la elemental dicotomía entre capataces y peones. El último capítulo de esta epopeya bucólica nos regaló dos perlas de sabiduría televisiva: la consagración del castigo arcaico y la ritualización de la eliminación social.
En un alarde de originalidad que haría palidecer a los creadores de 1984, el participante Jawy cometió el imperdonable delito de transgredir el sagrado espacio del capataz, violando así el código no escrito que establece que los peones deben permanecer en su estado de semiesclavitud televisiva. Su castigo, diseñado por alguna mente iluminada que evidentemente ha estudiado los métodos de la Santa Inquisición, consistió en una vigilia nocturna forzosa, custodiando el fuego primordial como un Prometeo castigado por robar no el fuego divino, sino unos minutos de sueño en colchón ajeno.
Mientras tanto, en el coliseo de la frivolidad, Sergio Mayer Mori, investido con la autoridad temporal del capataz semanal, ejerció su derecho divino a seleccionar víctimas para el sacrificio ritual. Los designados para este duelo de gladiadores posmodernos fueron César Doroteo y Lis Vega, quien ahora se une al panteón de los condenados junto al mártir Eleazar. La elección, nos aseguran, se basó en capacidades demostradas para superar retos diseñados por la producción, en una clara metáfora de la meritocracia neoliberal donde el más apto sobrevive y el menos diestro queda expuesto al veredicto del vulgo televisivo.
Detrás de este teatro bucólico se esconde el verdadero poder: el misterioso Tío Pepe, propietario terrateniente que presta su feudo para este espectáculo de seudoruralismo, donde urbanitas adinerados juegan a ser campesinos mientras las cámaras registran cada queja, cada alianza traicionera, cada lágrima estratégica. Qué sublime paradoja que en plena era digital, el entretenimiento masivo encuentre su máxima expresión en revivir estructuras feudales disfrazadas de competición lúdica.
Así funciona esta máquina perfecta: creamos problemas artificiales, aplicamos soluciones medievales y observamos cómo seres humanos reducidos a arquetipos luchan por el favor del público. El granjero desobediente es condenado a vigilia eterna, la concursante es sacrificada en el altar del rating y nosotros, espectadores complacientes, consumimos esta farsa pastoral como si fuera el néctar de los dioses.