En el sagrado templo del espectáculo domesticado, donde las sonrisas son medidas en milímetros y las transgresiones se calculan con algoritmos, la sumisa sacerdotisa del pop Sabrina Carpenter cometió el pecado capital de nuestro tiempo: pronunciar con sus propios labios la palabra que no debe ser nombrada.
La doncella del Grammy, vestida con el atuendo ceremonial de karateka -probablemente para defenderse de la crítica profesional- profanó el santuario de Saturday Night Live con un hechizo verbal tan poderoso que hizo temblar los cimientos de la hipocresía televisiva. ¿Su crimen? Cantar las dos sílabas prohibidas que forman parte de su propio conjuro musical, como si el artista tuviera derecho sobre su propia creación.
El Gran Consejo de la Transmisión, en su infinita sabiduría, ejecutó de inmediato el protocolo de emergencia: la versión para los habitantes de la costa oeste -seres evidentemente más puros y vulnerables- fue sometida a la purificación digital. En el reino de YouTube, donde reinan el caos y la anarquía, la palabra maldita fue extirpada con precisión quirúrgica, como si nunca hubiera existido.
Mientras tanto, en el ágora digital, los siervos del entretenimiento se dividieron en dos facciones: los puritanos del espectáculo, escandalizados porque la realidad había osado asomarse por la rendija de la ficción; y los libertarios del entretenimiento, celebrando este acto de rebelión contra la tiranía de lo políticamente correcto.
Pero la verdadera genialidad de este circo mediático llegó cuando la hechicera Carpenter abordó otra herejía: su portada discográfica, donde aparecía en posición cuadrúpeda. “¡Oh, almas cándidas!” -parecía decir con sorna- “no ven que era simplemente una recreación artística de mi caída y posterior rescate por el caballero Bowen Yang”. La plebe, incapaz de comprender el profundo simbolismo del arte contemporáneo, había confundido sublime creación con vulgar provocación.
Así funciona la maquinaria del espectáculo moderno: creamos ídolos para luego disfrutar del ritual de su crucifixión pública, nos escandalizamos por palabras mientras consumimos violencia en prime time, y celebramos la transgresión siempre y cuando venga debidamente empaquetada y comercializada. Carpenter, con su segundo número uno en Billboard, demostró que en el reino del absurdo, la mejor estrategia es reírse mientras se cuenta el dinero.