En un alarde de desafío cronológico que dejó pálidos a los dioses del Olimpo, el venerable titán del espectáculo Dick Van Dyke ha alcanzado la centuria. ¿Su método para burlar a Parca? Un exorcismo melódico de dos horas dirigido a una congregación de devotos, un ritual sagrado reportado con solemnidad por los sumos sacerdotes de Variety. El evento, disfrazado de acto benéfico, se revela en verdad como una última misión quijotesca: resucitar el moribundo arte de la conversación en un planeta donde los humanos se comunican mediante pulsos digitales y jerigonzas de algoritmos.
El repertorio de un relicario sonoro
Armado con su cuarteto “The Vantastix“, una suerte de apóstoles de la armonía, el nonagenario (¡perdón, centenario!) héroe entonó cánticos de una mitología olvidada. Desde los encantamientos mecánicos de “Chitty Chitty Bang Bang” hasta la inocente invitación a elevar una cometa de “Mary Poppins“, cada nota fue un fósil sonoro, una delicada burla a la efimeridad de los hits virales de hoy.
La caridad como performance antropológico
El informe oficial nos presenta a un Van Dyke encarnando, una vez más, a su personaje más perdurable: el último hombre alegre. De Bert, el deshollinador que encontraba poesía en el hollín, al cascarrabias Sr. Dawes Sr., su trayectoria es un catálogo de hombrías benignas en un cine que ha ido intercambiando la ingenuidad por el cinismo. Su legado es un museo de figuras imposibles: el inventor excéntrico, el fiscal recto, el mánager despistado, el guardia de seguridad veteranos. ¿Qué son sino monumentos a una masculinidad inofensiva, extinta como el celuloide?
Las aclamaciones en redes sociales, ese moderno coro de ánimos digitales, llovieron sobre el actor. “¡Su brillantez ha alegrado generaciones!”, proclaman las masas desde la misma pantalla omnipresente que él, con sublime ironía, pretendía desafiar con su concierto “conversacional”. He aquí el absurdo supremo: la celebración de lo analógico mediada y amplificada por el mismísimo aparato digital que lo ha suplantado. La sociedad, en un acto de esquizofrenia cultural colectiva, aplaude con emojis y likes la nostalgia de un mundo que ella misma se encargó de demoler. Van Dyke, a sus cien años, no solo canta: ejecuta, quizá sin saberlo, una sátira viviente sobre nuestro propio naufragio en la contradicción.


















