Belgrado arde entre premios presidenciales y techos de corrupción

BELGRADO — Mientras el presidente Aleksandar Vucic repartía medallas como si fueran caramelos en una fiesta infantil —premiando a periodistas “dignos” (léase: dóciles) y artistas “relevantes” (léase: decorativos)—, las calles de la capital serbia olían a otra cosa: hormigón derrumbado e ira fresca. Los estudiantes, esos ingratos revoltosos, insistían en estropear el espectáculo con su molesta costumbre de exigir elecciones anticipadas tras ocho meses de protestas. ¡Qué falta de respeto hacia un gobierno que solo ha colapsado… un techo de estación, 16 vidas y toda credibilidad!

El Partido Progresista Serbio, nombre irónico donde los haya, ha convertido el país en un parque temático del autoritarismo: prohibiciones a extranjeros sospechosos de respirar, trenes fantasma por “amenazas de bomba” (que casualidad: siempre antes de manifestaciones), y la vieja táctica de culpar a manos extranjeras —seguramente los mismos que construyeron ese techo fatal—. Mientras, Vucic, otrora radical reconvertido en paladín de la “estabilidad”, amenazaba con defender el Estado contra… ¿abusones? ¿Acaso hablaba de los escombros corruptos que mataron a sus ciudadanos?

La fecha no podía ser más simbólica: San Vito, patrón de las convulsiones históricas, mientras Serbia conmemora su derrota ante los otomanos. Vucic parece empeñado en repetir la historia, aunque cambiando turcos por rusos y chinos. Promete acercarse a la UE, pero solo de foto, mientras estrangula libertades y abraza a Putin. Los balcanes no necesitan poetas: su realidad ya es una sátira grotesca. Y mientras el líder celebraba su velada literaria, los estudiantes escribían el próximo capítulo: el de un pueblo que ya no cree en cuentos de gobernantes eternos.