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Internacional

El papa que desafió a los soldados de Dios y sus crímenes encubiertos

Las víctimas de un oscuro grupo católico encuentran un aliado inesperado en la cúpula vaticana.

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En los sagrados pasillos del Vaticano, donde el incienso huele a impunidad y los hábitos esconden pecados capitales, un pontífice atípico –León XIV– cometió el sacrilegio de escuchar a las ovejas descarriadas. Su crimen: desmantelar el Sodalicio de Vida Cristiana, esa cofradía de “soldados de Dios” que, como buen ejército, practicaba la guerra psicológica, el saqueo espiritual y la violación sistemática de sus reclutas.

El Sodalicio, fundado por el laico Luis Fernando Figari (alias “el Generalísimo del Sadismo”), operaba bajo el sagrado principio de que todo vale en nombre de la fe: desde sodomizar novicios hasta hackear periodistas. Durante décadas, esta logia de élite contó con la bendición tácita de Roma, hasta que un obispo llamado Robert Prevost –hoy elevado a la púrpura papal– cometió la herejía de creer a las víctimas.

Las víctimas, esos incómodos recordatorios de la moral que la curia suele archivar junto a los casos de pederastia, describen a Prevost como un “puente”. Un eufemismo eclesiástico para decir “el único cura que no miró hacia el altar cuando le mostraron las heridas”. Organizó reparaciones económicas (6.5 millones en limosnas para lavar 50 años de abusos), protegió a los periodistas que destaparon el escándalo y hasta logró que Francisco –el papa de los gestos grandilocuentes– firmara la sentencia de muerte del grupo.

Pero en esta comedia divina, todo héroe debe enfrentar su Juicio Final. Ahora León XIV es acusado por las huestes sodálites de no perseguir con suficiente celo a otro sacerdote acusado de abusos. Ironías del cielo: los mismos que torturaban en nombre de Dios hoy exigen justicia… pero sólo para quien los traicionó.

El Vaticano, ese reino donde la caridad es selectiva y la transparencia un pecado venial, enfrenta su eterno dilema: ¿Cómo castigar a los monstruos sin admitir que los creó? Mientras, las víctimas del Sodalicio –esas almas que sobrevivieron al infierno en la tierra– miran con esperanza a un papa que, por ahora, prefiere oír los gritos del rebaño antes que los cánticos del poder.

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