En un sublime ejercicio de contabilidad creativa que haría palidecer a los más astutos magos de las finanzas, las potencias signatarias y sus garantes han descubierto una fórmula revolucionaria: un acuerdo de alto el fuego puede ser simultáneamente vinculante en los comunicados de prensa y perfectamente ignorable en los polvorientos caminos que llevan el sustento a los hambrientos. Así lo demuestra el meticuloso análisis de las cifras oficiales, donde la promesa de seiscientos camiones diarios de auxilio humanitario se ha transmutado, por arte de birli-birloque burocrático, en un promedio de cuatrocientos cincuenta y nueve. Una diferencia meramente estadística, un simple déficit nutricional sobre el papel, que sin duda los estómagos vacíos de Gaza perciben como una abstracta sutileza diplomática.
El genial invento del ‘compromiso elástico’
¿Qué establece, pues, este histórico pacto? Establece, querido lector, un maravilloso precedente en el derecho internacional postmoderno: la cláusula del “debería pero no debe“. Tel Aviv, en un alarde de flexibilidad interpretativa, ha entendido que “permitir” no significa necesariamente “facilitar”, y que un camisión de ayuda prometido es, en esencia, un camión potencial, un camión en el reino de las ideas platónicas, que puede o no materializarse según los vientos geopolíticos. Mientras, las organizaciones humanitarias, esos ilusos empedernidos que aún creen en la meaning de las palabras, se obstinan en medir el hambre con kilos de comida y no con kilos de buenas intenciones. Una visión francamente materialista y carente de la elegancia retórica que caracteriza a la nueva diplomacia del siglo XXI, donde lo importante no es alimentar a la población, sino haber discutido brillantemente sobre cómo se podría hacer.












