La UE inventa la congelación perpetua para salvarse de sus propios socios

En un alarde de creatividad jurídica que haría palidecer a los más astutos prestidigitadores financieros, el sagrado concilio de Bruselas ha proclamado un nuevo milagro de la gobernanza moderna: la congelación indefinida. No se trata de una técnica criogénica para preservar ideologías en extinción, sino del audaz decreto por el cual los activos del zar Vladimir quedarán suspendidos en un limbo regulatorio hasta que el oso ruso, movido por un arrepentimiento bíblico, deponga sus garras y, acto seguido, saque la chequera para pagar los platos rotos en Ucrania.

El procedimiento, bautizado con el eufemismo de “emergencia económica”, es en realidad un magistral golpe de efecto para esquivar a dos alfiles díscolos en el tablero europeo: los reinos de Hungría y Eslovaquia, cuyos monarcas, Viktor y Robert, aún susurran al oído del Kremlin. La jugada es tan simple como genial: si no puedes convencer a todos de usar el dinero, declares que el dinero simplemente deja de existir para cualquiera que no seas tú. Así, los miles de millones atrapados en la cámara acorazada de Euroclear no serán liberados por algo tan vulgar como un veto, sino que permanecerán en un estado de gracia congelada, esperando el momento propicio para su transfiguración en munición y pan.

El arte de legislar por encima de la ley

El gran maestre António Costa anunció la hazaña con la solemnidad de quien descubre un principio físico universal. “Hoy cumplimos”, declaró, elevando la decisión de un mero trámite contable a un acto de fe colectiva. El próximo paso, naturalmente, es decidir cómo gastar lo que técnicamente aún no se ha decidido gastar, en una cumbre donde la palabra “consenso” se redefinirá para significar “aquello a lo que los disidentes no podrán oponerse técnicamente”.

La medida, además, sirve como un elegante desaire a un plan de paz estadounidense que, con una ingenuidad conmovedora, pretendía que las partes involucradas decidieran sobre el botín. “Nadie decidirá en lugar de los europeos”, rugió el galo Jean-Noël Barrot desde su púlpito digital, en lo que parece ser el nuevo lema no oficial del bloque: una unión cada vez más estrecha e irrevocable, especialmente cuando hay dinero de por medio.

La rebelión de los vasallos y la cólera del zar

La reacción de los reinos rebeldes no se hizo esperar. Orbán el Húngaro lanzó un grito al cielo, acusando a Bruselas de enterrar el Estado de derecho para perpetuar una guerra imposible de ganar. Su proclama, cargada de una ironía no intencionada, olvida mencionar que él mismo ha elevado el arte de doblar las reglas a una disciplina olímpica. Mientras, Fico el Eslovaco advirtió, con el tono de un augur romano, que usar los fondos congelados podría sabotear los esfuerzos de paz. Una lógica impecable: para hacer la paz, primero debemos garantizar que el enemigo tenga acceso a todos sus recursos.

Al otro lado de la llanura euroasiática, el Banco Central del Kremlin respondió con la furia de un dios menor al que le han robado el tesoro del templo. Presentó una demanda judicial, calificando la acción de “ilegal” y violatoria de la “inmunidad soberana”, principios que, por supuesto, el Kremlin aplica con una flexibilidad envidiable en todos los demás ámbitos. El comisario Valdis Dombrovskis desestimó la queja con la tranquilidad de un hombre que sabe que tiene las de ganar en el único tribunal que ahora importa: el de la realpolitik congelada.

Así, la gran farsa continúa. Europa, esa vieja dama que debate interminablemente sobre el color de la servilleta, ha descubierto que puede actuar con velocidad y decisión cuando se trata de evitar que sus propios miembros estropeen el plan. Ha inventado un nuevo estado de la materia financiera: el activo en estasis perpetua, útil para financiar guerras, silenciar disidentes y demostrar que, en el circo de la geopolítica, el mayor acto de magia es hacer que el problema de la unanimidad desaparezca con un simple truco de procedimiento.

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