En la banqueta amaneció un rugido distinto: no venblía de un motor, sino del suspiro colectivo de millones cuando Lando Norris cruzó la meta… tercero, sí, tercero, pero campeón mundial. Una escena digna de caricatura: Verstappen levantando el puño como ganador de carrera, mientras atrás, Norris levantaba el de campeón… con la misma cara de “¿Neta? ¿Ya estuvo?”. La F1 volvió a ser novela, pero esta vez sin guion predecible.
McLaren resucitó como esas franquicias viejas que de un día para otro recuperan fama sin cambiar la receta, sólo afinando el motor. Después de años viviendo del recuerdo, el equipo naranja volvió al centro del escenario, no por nostalgia, sino por puntos reales y victorias concretas. En la caricatura imaginaria del paddock, el auto papaya avanzaba con pasos de gigante como diciendo: “Les dije que no estábamos muertos… nomás estábamos ajustando tornillos”.
Lando Norris, por su parte, dejó de ser la eterna promesa y se convirtió en campeón mundial con la misma actitud de un tipo que ganó una rifa en vez del título más prestigioso del automovilismo. Su coronación fue más humana que épica; no hubo arrogancia ni discursos inflados. Sólo un joven que miraba el trofeo como si se preguntara si realmente era suyo. El contraste con Verstappen, que ganó la carrera pero perdió el campeonato por dos puntos, le añadió una ironía deliciosa al cierre: el gran villano competitivo del deporte levantando un trofeo enorme… mientras al lado, el campeón levantaba uno normalito, pero con una sombra más larga.
Abu Dhabi se convirtió en el teatro que siempre quiso ser: un escenario diseñado para los desenlaces dramáticos. Mientras Verstappen dominaba la pista, Piastri apretaba desde atrás y McLaren veía las pantallas con respiración contenida. Y Norris, sin saberlo, estaba escribiendo una de esas páginas que la F1 agradece: esas donde no gana el más fuerte de la noche, sino el más resistente del año. Fue el tipo de final que obliga al deporte a mirarse en el espejo y recordar que la incertidumbre es su mejor aliada.
Porque el título de Norris no fue sólo un triunfo personal; fue un mensaje colectivo: incluso en un deporte gobernado por la matemática y la hegemonía, a veces la sorpresa se escapa por una rendija… y toma el volante.
Lando Norris se volvió campeón, la F1 no celebró un podio: celebró el regreso del imprevisto. Y en un mundo obsesionado con la certeza, nada acelera más el corazón que la sorpresa.
Columna elaborada por :
La sombra desde la Banqueta










