En la banqueta ya comienza a escucharse un rumor que parece mala metáfora pero podría volverse realidad: que en unos años veremos una tortilla con holograma oficial, certificada y anunciada como si fuera innovación tecnológica. Redonda, caliente… y con más respaldo gubernamental que un megaproyyecto. Cuando eso ocurra, el tortillero de toda la vida mirará su comal con la resignación de quien sabe que lo tradicional está a punto de chocar con un modelo subsidiado que promete “rescatar al maíz”, pero también reordenar el mercado.
El Gobierno™ presentará las Tortillerías del Bienestar envueltas en un relato épico: maíz nativo, soberanía alimentaria y justicia histórica para las comunidades rurales. Un discurso impecable, sí, pero detrás de ese marco simbólico estará el ajuste real: las tortillerías que hoy sostienen barrios enteros podrían verse empujadas a elegir entre integrarse al esquema estatal —con reglas, precios sugeridos y vigilancia de costos— o seguir solas en un mercado que ya no será parejo.
Doña Mari, la de la tortillería que resiste desde los noventa, probablemente será invitada a registrarse en un padrón. Le ofrecerán maíz más barato si acepta bajar su precio, cumplir requisitos, demostrar trazabilidad y someterse a un sistema que la pondrá bajo lupa administrativa. Si se adhiere, tendrá futuro. Si no, el propio mercado podría empujarla a la orilla. No se anunciará el cierre de tortillerías, pero sí se moverán las fichas como para que muchas deban tomar decisiones difíciles.
Cuando las Tortillerías del Bienestar empiecen a aparecer, lo harán con fachadas nuevas, logotipos grandes, papel certificado y un aura de “lo correcto”. Las tradicionales, en cambio, cargarán con sus gastos de siempre sin subsidios ni escudos simbólicos. Y en esa dinámica se cocinará un nuevo debate callejero: “¿Dónde vas a comprar tu tortilla?”. Una pregunta aparentemente simple, pero con carga emocional y política cuando el sello estatal haga parecer que un kilo comprado en otro sitio es casi un acto de rebeldía silenciosa.
Si el pronóstico se cumple, la tortilla —esa diplomática ancestral de la mesa mexicana— podría transformarse en marcador de identidad ideológica. Algunos consumidores preferirán el sello oficial como garantía de virtud; otros defenderán la tradición del negocio familiar. Y así, sin querer, el comal se convertirá en frontera cultural.
La ironía es que la tortilla nunca pidió nada de eso. No entiende de subsidios ni de discursos: solo necesita maíz, agua, cal y manos que la traten con respeto. Pero si el proyecto sigue la ruta anunciada, ese círculo perfecto de masa podría ser absorbido por un nuevo orden económico donde la narrativa pesa tanto como el precio.
Lo que viene no será solo la aparición de un nuevo tipo de tortillería, sino un reacomodo simbólico y comercial del país entero. El verdadero debate no será quién hace la tortilla, sino quién controla la historia que se cuenta alrededor de ella. Y ese control —más que el maíz— será el ingrediente que decidirá el futuro del comal mexicano.
Columna elaborada por:
La sombra desde la banqueta.
















