El INM celebra su aniversario entre promesas y tragedias pasadas
En un espectáculo de autocelebración que hubiera enorgullecido al mismísimo Ministerio de la Verdad orwelliano, el Instituto Nacional de Migración conmemoró treinta y dos años de existencia, dedicados -según su narrativa oficial- a promover el tránsito humano con seguridad, orden y humanidad. Una proeza burocrática digna de estudio, considerando que su historial incluye episodios como el incendio de Ciudad Juárez donde perecieron cuarenta almas bajo su custodia.
La institución, con la solemnidad de un circo anunciando su nueva función después del desastre de la carpa anterior, destacó los “cambios trascendentales” implementados bajo el actual régimen. Parece que la tragedia de aquellos cuarenta migrantes calcinados bajo la administración de Francisco Garduño ha sido meticulosamente archivada en el departamento de “experiencias de aprendizaje”, mientras el organismo se reinventa como paladín del humanismo.
En un comunicado que rivaliza con las mejores obras de ficción especulativa, el INM proclama ahora colocar el “humanismo como eje central”, ofreciendo “atención digna” y “cercanía” a todas las personas. Esta metamorfosis es tan milagrosa como encontrar un oasis en el desierto sonorense: la misma institución que presidió sobre cámaras de gas improvisadas ahora se presenta como modelo de sensibilidad y profesionalismo.
Las promesas de servicios migratorios con “calidad, legalidad y calidez” adquieren un tinte grotesco cuando se contrastan con la realidad de centros de detención sobrepoblados y procedimientos kafkianos. El lenguaje edulcorado sobre “acompañamiento a niños” y “cálida bienvenida” parece extraído de un manual de relaciones públicas aplicado a una maquinaria burocrática que históricamente ha tratado a los migrantes como números en un expediente.
En el gran teatro de la gestión pública, el INM representa hoy la obra “De la Tragedia a la Comedia Humanitaria”, donde las víctimas del pasado son reemplazadas por discursos sobre héroes paisanos y atención con calidez. Un espectáculo donde la única verdad incómoda es que, tras treinta y dos años, la distancia entre el discurso oficial y la realidad migratoria sigue siendo tan abismal como la que separa a un político de su última promesa incumplida.