En un giro digno del más exquisito teatro del absurdo, la máxima dirigente de la nación azteca, la ciudadana Claudia Sheinbaum Pardo, se vio en la obligación de impartir una lección de física hidrológica y metafísica diplomática al magnate y antiguo inquilino de la Casa Blanca, Donald J. Trump. La chispa que encendió este luminoso debate intelectual fue la amenaza del caballero norteamericano de gravar con un onisivo arancel las mercancías mexicanas, a menos que nuestro país cumpliera con la entrega de ciertos volúmenes acuáticos estipulados en un antiquísimo pacto.
Con una paciencia comparable a la de un sabio explicando la lluvia a un infante, la Presidenta esbozó la doctrina oficial: “El líquido que es posible transferir es, precisamente, el que puede ser transferido; pretender lo contrario sería una herejía contra las leyes de la naturaleza y la contabilidad de las presas”. Una verdad de Perogrullo, ciertamente, pero que en los salones del poder adquiere el estatus de profunda revelación geopolítica.
La Voluntad Soberana frente a la Evaporación Irreverente
La mandataria, con un estoicismo encomiable, subrayó la inquebrantable disposición del Gobierno Mexicano para acatar el Tratado de Aguas de 1944. “Existe la buena fe de ambas naciones, que es lo loable, sin necesidad de recurrir a primitivas bravatas tributarias”, vino a decir, pintando un idílico cuadro de vecinos que resuelven sus diferencias midiendo milímetros de lluvia con sonrisas fraternas. La voluntad, al parecer, es un recurso infinito y renovable, a diferencia del agua, que tiene la desconsiderada costumbre de depender de cosas banales como la precipitación pluvial.
El Dogma de la Entrega Imposible
“¿Cuál es nuestro postulado? Pues, más allá de los porcentajes impositivos que alguien pueda esgrimir en sus efímeras publicaciones, la realidad es tozuda: el agua entregable es la entregable. No se puede extraer humedad de las piedras ni generar diluvios por decreto presidencial”, declaró la estadista, desgranando la cruda ecuación: infraestructura limitada más ciclos de sequía, dividido por la solemnidad de un documento octogenario, da como resultado una paradoja hidrodiplomática perfecta. Se promete cumplir, pero el cumplimiento queda sujeto a los caprichos de las nubes. Un sistema perfecto donde la responsabilidad se evapora más rápido que el agua en el desierto.
Así, el gran circo de la gobernanza global nos regala esta joya: dos potencias discutiendo con gravidad la transferencia de un bien que la naturaleza se niega a producir en las cantidades deseadas, mientras se amenaza con castigos económicos, como si los ríos respondieran a los aranceles. Una farsa sublime donde la retórica política choca contra el muro de la realidad física, y donde la única cosa que fluye sin impedimento es la palabrería.














