La inflación descubre que el chile serrano es el nuevo banquero central

En un giro digno del más absurdo teatro económico, el sagrado Índice Nacional de Precios al Consumidor ha decretado una nueva revelación: la inflación no solo superó las expectativas, sino que las pisoteó con el fervor de un burócrata ebrio de poder. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía, ese oráculo moderno que convierte el sufrimiento cotidiano en frías decimales, anunció que el costo de la vida escaló un 3.8% anual, demostrando que la única cosa que se desinfla en este país es la credibilidad de los pronósticos oficiales.

El penúltimo mes del año nos regaló su mayor incremento mensual, una proeza que no se veía desde los remotos días de 2021, cuando aún creíamos que la pandemia era nuestra mayor preocupación. ¡Ingenuos! La verdadera plaga son los porcentajes, esas criaturas etéreas que devoran salarios con más eficacia que cualquier horda bárbara.

El nuevo panteón de los dioses de la subida

¿Cuáles son los nuevos arquitectos de esta realidad distorsionada? Los analistas, esos augures financieros que consultan entrañas de pollo electrónicas, vieron sus cálculos superados por la deidad suprema: la electricidad, con un alza mensual del 20.70%. Resulta que el “programa de tarifas de temporada cálida” expiró en once ciudades, revelando que el confort térmico es, en efecto, un privilegio estacional que el ciudadano común debe merecer.

Pero el verdadero ministro de economía resultó ser el chile serrano, cuyo precio repuntó un 24.76%, confirmando que la política monetaria ahora se decide en el mercado de abastos. Lo secundan la calabacita (17.05%) y el jitomate (14.34%), formando un triunvirato hortícola que dicta la canasta básica mejor que cualquier secretario de Hacienda. No podían faltar los servicios profesionales (10.93%), porque el conocimiento también debe encarecerse en una sociedad que lo valora tan poco, y el transporte colectivo (4.9%), para que el viaje hacia la pobreza sea, al menos, accesible.

En el bando de los héroes caídos, aquellos que osaron bajar de precio y amenazar la narrativa del alza perpetua, encontramos al limón (-7.46%) y al aguacate (-7.28%). Su traición a la causa inflacionaria es mitigada por la caída del ron y el tequila (-5.43% y -2.65% respectivamente), un acto de crueldad extrema: ofrecer consuelo embriagante a bajo costo justo cuando más se necesita, pero haciendo inalcanzable el guacamole para acompañarlo.

La inflación “subyacente” o el arte de nombrar lo obvio

Los sacerdotes del INEGI nos hablan luego de la “inflación subyacente”, un concepto esotérico que designa aquel aumento de precios que, como un mal gobierno, se instala cómodamente a mediano plazo. Esta alcanzó un 4.43%, demostrando que lo “subyacente” es, en realidad, lo más prominente: la tendencia ineludible de que todo cueste más, excepto la paciencia de la ciudadanía.

Mientras, el Índice de Precios no Subyacente, esa categoría residual donde meten lo impredecible (como el clima o un atisbo de sentido común), también avanzó. Los energéticos y tarifas autorizadas por el gobierno subieron, en un acto de redundancia magistral, confirmando que el Estado es el primer interesado en que su propia gasolina cueste más.

La canasta mínima: la cesta de los sueños menguantes

La obra maestra de este género tragicómico es el Índice de la Canasta de Consumo Mínimo. Evalúa 176 productos, un número tan específico como arbitrario, que define la delgada línea entre la subsistencia y la indigencia. Su variación anual del 3.93% no es un porcentaje; es la medida matemática de cómo el sueño de una vida digna se encoge, mes a mes, mientras los informes oficiales se inflan de terminología técnica y autobombo.

En conclusión, hemos aprendido que la economía nacional no la mueven los tipos de interés, sino el precio del chile serrano; que la luz es un lujo con fecha de caducidad, y que la única constante es la capacidad del aparato burocrático para envolver la crudeza de la realidad en el suave y abstracto papel celofán de los decimales y los índices. Un espectáculo satírico de primer orden, donde el único chiste malo es el que vive el bolsillo del contribuyente.

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