La farsa violeta en el templo de la democracia paritaria

En el septuagésimo segundo aniversario de aquel magnánimo permiso concedido a la mitad del género humano para depositar una papeleta en una urna, el augusto Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), en un alarde de autocelebración burocrática, organizó un sarao para conmemorar su propia existencia.

La Suma Sacerdotisa del ritual, la magistrada presidenta Mónica Aralí Soto Fregoso, proclamó ante un auditorio de devotos funcionarios que “sin paridad, la democracia no está completa”. Una revelación tan profunda como afirmar que sin agua, el océano es un desierto. Acto seguido, presentó con pompa una edición de la Constitución teñida de violeta, un acto de alta magia simbólica donde se cree que el cambio de color de la tinta equivale a la transformación de las estructuras de poder.

Desde su púlpito, la magistrada declaró, con una solemnidad que haría palidecer a un oráculo griego, que hoy vivimos una “democracia paritaria”, encarnada, cómo no, en la “líder suprema del país”. El circo de la representación política alcanzaba su clímax: la existencia de una mujer en la cúspide del poder se esgrime como prueba irrefutable de que el machismo estructural ha sido exorcizado, como si una reina en un tablero de ajedrez implicara que los peones ya no son carne de cañón.

Prometió seguir trabajando por los derechos de las mujeres a través de sentencias, una noble labor que consiste en intentar sanar con curitas jurídicas las hemorragias sociales causadas por la guillotina de la desigualdad. Mientras, una legión de altos dignatarios —magistrados, ministras, presidentas de institutos electorales y el gobernador en persona— asentía con devota complacencia, formando un coro perfecto de auto-felicitación institucional.

El gobernador Mauricio Kuri, por su parte, elevó el tono del esperpento al declarar el aniversario como “un llamado a la acción”. Una acción que, al parecer, consiste en reconocer a las mujeres como “pilares” del desarrollo. Brillante metáfora arquitectónica que revela la verdadera función asignada: soportar el peso de todo el edificio nacional sin moverse de su sitio, mientras los arquitectos del poder siguen decidiendo el diseño desde sus cómodos despachos.

Así, entre discursos grandilocuentes y constituciones de colores, la élite gobernante se dedicó a la tarea más ardua de la política moderna: celebrar efemérides de progresos pasados para disimular la parálisis del presente, convirtiendo la lucha por la igualdad en un espectáculo folclórico para consumo de la galería.

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