La Lección del Camino Bloqueado
Recuerdo aquella tarde calurosa, atrapado en una carretera del Estado de México, como si fuera ayer. Llevo años cubriendo historias en terreno, y te aseguro que ninguna oficina de prensa, ningún comunicado oficial, te prepara para el momento en que el camino simplemente se termina.
Eran más de las tres de la tarde. Habíamos partido de la Ciudad de México a las ocho de la mañana, y ya acumulábamos casi cuatro horas de parálisis total en un cruce olvidado, un cerro árido y duro como cuero viejo. La experiencia te enseña que la teoría se desvanece cuando el hambre y la sed se hacen presentes. Alguien mencionó un puesto cercano para conseguir provisiones, y surgió ese instinto de manada que solo he visto en situaciones de verdadera incertidumbre: una colecta espontánea, un par de voluntarios. Bajaron con la misión de alimentarnos, con el reloj en contra. “Hay que hacerlo antes del anochecer. Por esta zona asaltan”, advirtió uno. El conductor, un hombre corpulento con la sabiduría práctica de quien conoce las rutas, fue categórico: “A las seis, nadie sale”. El dilema era tangible: si el autobús reanudaba la marcha sin ellos, quedarían abandonados en la inmensidad hostil. Una lección temprana en mi carrera: la planificación es un lujo que el terreno a menudo no concede.
La expedición partió, prometiendo contacto por teléfono. El resto de pasajeros descendimos a estirar las piernas entumecidas. Fue entonces cuando presencié una de esas pequeñas anécdotas que definen la resiliencia mexicana. Una señora, con una calma envidiable, sacó un frasco de nueces y comenzó a repartirlas metódicamente. De pronto, como un efecto dominó, otros viajeros de coches detenidos comenzaron a acercarse. Algunos, con la mano extendida como pidiendo alimento en un zoológico humano. Otros suplicaban por unos minutos de carga para sus celulares en los enchufes del autocar. Incluso escuché a un hombre, rozando el delirio por la desesperación, sugerir que la policía debía llegar en helicóptero para deshacer ese nudo interminable de vehículos. He aprendido que en el limbo de un bloqueo, la sociedad civil se reorganiza; el Estado brilla por su ausencia y la gente inventa sus propias soluciones.
El conductor, cuyo semblante se había tornado sombrío, compartió una experiencia que nos heló la sangre. “A un colega lo tuvieron detenido dos días completos con sus pasajeros a bordo”. Casi atraganto mis nueces. Continuó, con la voz cargada de un fastidio conocido: “Esto debió ser algo repentino, una emboscada vial. Si no, en la central de autobuses no me habrían autorizado la salida”. Cuando los cazadores-recolectores regresaron victoriosos con bolsas de galletas y papas, trajeron la noticia: un tráiler estaba cruzado, bloqueando el paso por completo. Me recordó lo sucedido la semana anterior, cuando agricultores cortaron durante días los accesos a la capital. Un patrón que se repite: la carretera como escenario de protesta.
La razón detrás de aquel caos era profundamente trágica. Los camioneros protestaban por el secuestro de uno de los suyos en esas mismas carreteras. Están hasta la coronilla, hartos de las extorsiones diarias. “Quinientos pesos a la semana, o te desaparecen”, declaró uno en una entrevista. Esta es la misma trampa, la misma encerrona, que sufren los productores de limón y aguacate, los avicultores y los taxistas en numerosas regiones del país. He sido testigo de cómo, ante el abandono y la impotencia que generan las autoridades, estas manifestaciones radicales se han vuelto moneda corriente. La gran paradoja mexicana, que he documentado una y otra vez, se hizo carne en ese viaje: yo, un periodista, me dirigía a Michoacán en autobús—creyendo que era la opción más ágil y cómoda—para cubrir una crisis de violencia: el asesinato de un alcalde en Uruapan. Y llegaba con retraso precisamente por otra expresión de la misma violencia: el plagio de un conductor. La realidad siempre encuentra la forma de mostrarte que el problema no es un hecho aislado, sino un ecosistema completo de inseguridad.
Finalmente, tras más de cuatro horas, el paso se liberó y reanudamos la ruta hacia Morelia. El episodio me trajo a la memoria las palabras del maestro Jorge Ibargüengoitia, que capturan una verdad profunda sobre viajar en este país: “Viajar en camión es un placer, una necesidad o una desgracia, según el grado de candidez y de optimismo del observador. Yo lo considero más bien un arte”. Con los años, he llegado a comprender que el autobús se convierte en un hogar provisional. Mientras viajamos en él, actuamos con la naturalidad de quien está en su casa: si el cansancio aprieta, dormitamos; si la gripe acecha, tosemos sin ceremonias; si el hambre arrecia, comemos un mango y punto. Esa tarde, en aquella carretera bloqueada, aprendí que ese “arte” del que hablaba Ibargüengoitia a veces incluye lecciones de supervivencia, paciencia y una solidaridad forjada a fuego lento en el asfalto caliente de México.



















