El legado de Lapuente y la hazaña de la Copa Confederaciones

El Primer Gran Éxito: Una Lección de Construcción Colectiva

En el fútbol, los títulos no se ganan por generación espontánea. Se construyen. Y yo fui testigo de cómo Manuel Lapuente, con su icónica boina y una serenidad que transmitía confianza absoluta, fue el arquitecto de la primera gran conquista que le dio una identidad ganadora a la Selección Mexicana. Antes del oro olímpico de Londres 2012, existía un techo mental que parecía infranqueable. Lapuente no solo lo rompió; nos enseñó a creer que podíamos vencer a los gigantes.

Recuerdo vívidamente la sensación en el ambiente tras el Mundial de Francia 1998. No éramos un equipo del montón; mostramos carácter. Lapuente supo capitalizar esa racha positiva, sumando la Copa Oro de la Concacaf, para llegar a la Copa Confederaciones 1999 con un grupo sólido. No era un equipo de estrellas individuales deslumbrantes, sino una máquina bien engrasada. En la cancha, tenías a guerreros como Jorge Campos, un arquero con un talento único, y a un Cuauhtémoc Blanco que empezaba a mostrar la genialidad que lo caracterizaría. La lección aquí es clara: la confianza se construye con victorias consecutivas, y Lapuente era un maestro en gestionar esa psicología ganadora.

El Camino al Título: Más Que Resultados, una Demostración de Carácter

El recorrido en el torneo fue un manual de fútbol práctico. Una goleada contundente a Arabia Saudita (5-1) para afianzar la moral, un triunfo ajustado y sufrido ante Bolivia (1-0) que demostró que también podíamos ganar sin brillar, y un empate agónico con Egipto (2-2) que nos enseñó a no bajar los brazos. La semifinal contra Estados Unidos, un clásico de la zona, se resolvió con la mínima diferencia. Esos partidos no se ganan solo con técnica; se ganan con mentalidad, con esa hambre que Lapuente supo inculcar en el vestuario.

La Consagración en el Azteca: Cuando la Teoría se Convierte en Gloria

Pero la verdadera lección, la que queda grabada a fuego en la memoria de cualquier aficionado, fue la final. Un Estadio Azteca repleto, vibrando con una energía eléctrica, y Brasil, la siempre temible Canarinha, al otro lado. La teoría dice que no se puede. La experiencia, sin embargo, te dice que en el fútbol todo es posible. El doblete de Miguel Zepeda, un jugador de una efectividad letal, y el gol de José Manuel Abundis, fueron el reflejo de un equipo que ejecutó a la perfección un plan. Y luego, llegó el momento de magia pura: el gol de Cuauhtémoc Blanco. Ese tanto no fue solo un gol; fue un mensaje para el mundo y para nosotros mismos. Fue la confirmación de que el fútbol mexicano podía producir genialidad y, lo más importante, podía coronarla con un título.

El festejo fue tan revelador como el partido. Mientras los jugadores estallaban en júbilo bailando el “Jarabe Tapatío”, Lapuente permanecía con su proverbial mesura. Esa imagen encapsula una gran verdad: el verdadero líder celebra en silencio, sabiendo que el mérito es de sus hombres. Su legado no es solo ese trofeo, sino la cultura de victoria que sembró.

Un Legado que Trasciende el Tiempo

p>La reciente partida de “Don Manolo” nos obliga a reflexionar sobre su huella. Las autoridades, a través de la Federación, lamentaron su pérdida reconociendo a una leyenda. Pero su verdadero monumento no está en los comunicados; está en la memoria colectiva de quienes vivimos aquella hazaña. Lapuente nos demostró que con trabajo, inteligencia táctica y una fe inquebrantable en el grupo, se pueden lograr proezas que parecen imposibles. Esa es la lección más valiosa que nos deja, una que todo directivo y jugador debería llevar consigo: el éxito se forja con paciencia, carácter y la convicción de que, en casa y con el respaldo de tu gente, no hay rival que no se pueda superar.

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