Internacional
La burocracia sagrada limpia símbolos mientras el mundo se hunde
Una limpieza submarina revela el profundo absurdo de nuestra devoción por los símbolos y el desdén por la realidad.

En un acto de devoción burocrática que raya en lo místico, un séquito de buceadores-sacerdotes ha realizado el sagrado ritual anual de limpiar con mangueras a presión una de las reliquias más veneradas del Estado moderno: una estatua de bronce sumergida.
La efigie, conocida como el «Cristo del Abismo», fue forjada con la poética contradicción de fundir medallas de soldados caídos y cañones de guerra para crear un símbolo de paz. Una alegoría perfecta de nuestra civilización: glorificamos la paz con los materiales de la destrucción, y luego nos preguntamos por qué el resultado se corroe por dentro.
Sumergida a una profundidad risiblemente accesible para cualquier kayakista con curiosidad, la estatua se ha convertido no en un remanso de contemplación silenciosa, sino en el «lugar de buceo más frecuentado del Mediterráneo». Así, el memorial a los muertos es ahora el telón de fondo para selfies submarinos, un parque temático de la solemnidad donde la reflexión compite con las burbujas de los reguladores.
La oficina arqueológica del Ministerio de Cultura, en su infinita sabiduría, ha declarado que el proceso de limpieza—que consiste en desalojar microorganismos para liberarlos nuevamente al mar—tiene «cero impacto en el medio ambiente». Una afirmación tan tranquilizadora como absurda, que nos permite seguir creyendo que podemos controlar y sanitizar la naturaleza hasta en sus más mínimos detalles, mientras nuestros mares se asfixian con plástico y acidez.
El clímax de esta farsa llegó cuando los restauradores descubrieron que el método anterior de limpieza—raspar el bronce con cepillos de metal—había causado «daños irreparables». ¡Qué metáfora más exquisita para la acción del Estado! Primero ataca el problema con brutalidad innecesaria, lo empeora, y luego, décadas después, descubre con sorpresa que su solución inicial era estúpida. Para entonces, por supuesto, la estatua ya estaba rellena de cemento y varillas de hierro que la corroían desde sus entrañas, una perfecta representación de cómo las soluciones cortoplacistas siembran la ruina a largo plazo.
Mientras los peces «maravillosos» observan con perplejidad este ritual anual, nuestra sociedad invierte recursos, tecnología y atención en preservar un símbolo de sacrificio, sumergido en un mar que nuestra misma civilización sacrifica cada día en el altar del progreso. Limpiamos con esmero el bronce de un Cristo artificial, mientras permitimos que el mundo real que debería representar se convierta en un abismo verdadero.

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