En la Ciudad de México, los motores no sólo rugen… también facturan. Cada octubre, el Autódromo Hermanos Rodríguez se convierte en la nueva Basílica: miles de fieles con gorras de Red Bull o Ferrari peregrinan hasta Iztacalco para ver correr a los dioses del volante, mientras los vendedores de tacos, cervezas y recuerdos hacen su propio pit stop financiero.
Dicen que el Gran Premio de México es una carrera, pero en realidad es un espejo. En la pista, el cronómetro dicta el destino; afuera, los precios corren más rápido que los monoplazas. Los boletos se agotan antes que la paciencia del tráfico, los Uber cobran como helicópteros, y una cerveza cuesta lo mismo que un tanque de gasolina… pero nadie se queja, porque el show es otro: el de pertenecer al “gran circo” aunque sea desde la grada más lejana del Foro Sol.
Cada año, los motores turbo retumban contra los murales de Rivera y los tejados de Neza. Desde el aire, la escena parece un corazón de asfalto latiendo en medio de la megalópolis. En el suelo, un país que a veces frena en seco por sus propios baches, acelera unos días al ritmo del mundo. Porque sí, la Fórmula 1 en México no sólo vende boletos: vende autoestima nacional en modo turbo.
Este 2025 marcó una década desde su regreso, y con ella un botín económico de más de 20 mil millones de pesos. Diez años de demostrar que un país puede organizar un evento de clase mundial, aunque a veces ni siquiera pueda organizar su propio tránsito. Y ahí está la paradoja: entre el rugido del McLaren y el del vendedor ambulante, la CDMX vibra con un mismo ruido: el del negocio bien hecho.
Así que, mientras los pilotos corren por puntos y podios, nosotros corremos por selfies y señal de Wi-Fi. Pero no importa: el Gran Premio de México es la única curva del año donde todos —ricos, pobres y fifís de ocasión— comparten el mismo semáforo verde.
Columna elbordo por :
La sombra desde la banqueta
















