La divina justicia encierra a un cura pederasta en Barrientos

En un giro celestial que ni el mismísimo San Pedro hubiera previsto, la justicia terrenal se atrevió a hacer lo que la justicia divina lleva décadas evitando: meter entre rejas a un sacerdote. El reverendo Antonio María Cabrera, discípulo predilecto del infame Marcial Maciel, cambió el cáliz por el uniforme a rayas después de que una juez del Estado de México decidiera que violar sistemáticamente a un niño durante siete años merecía algo más que un “rezo de contrición” y traslado parroquial.

La magistrada Paulina Piña Pérez, en un arrebato de lucidez jurídica inusual en estos casos, dictaminó que el cura no podía seguir predicando el “amor al prójimo” desde un confesionario cuando su historial sugería más bien un manual de depredación infantil. Lo envió al penal de Barrientos, donde -ironías del destino- compartirá celda con quienes sí pagaban por sus pecados.

El abogado defensor, Daniel Beltrán Moctezuma (cuyo apellido evoca al último emperador azteca, aunque aquí el sacrificio humano lo cometió el acusado), alegó conmovedores argumentos: “Mi cliente está enfermo” (pero no tanto como para dejar de abusar de un menor durante 2,555 días), “tiene domicilio fijo” (como si los violadores necesitaran nómadas) y “tiene arraigo” (sobre todo en las faldas de sus víctimas). La juez, en un gesto que rompió el molde de la complicidad tradicional, archivó estas excusas junto a otros mitos eclesiásticos como la virginidad de María.

Mientras el Vaticano sigue sin explicar por qué los curas pederastas siempre padecen “enfermedades” cuando llegan los tribunales (pero nunca cuando violan), la sociedad mexicana asiste atónita a este espectáculo dantesco donde, por una vez, la sotana no fue más poderosa que la toga. Queda la duda: ¿será este el primer paso para que la Iglesia Católica entienda que los milagros no incluyen la impunidad automática?