Desde hace años, Morelos vive una tragedia silenciosa que las cifras oficiales no logran dimensionar. Como activista que ha acompañado a familias de víctimas, he visto cómo la violencia machista se recrudece: no son números, son hijas, madres y hermanas cuyos casos muchas veces quedan en la impunidad.
Los datos del primer semestre de 2025 son contundentes: 1.79 feminicidios mensuales por cada 100 mil habitantes, la tasa más alta del país. Municipios como Cuernavaca y Yautepec se han convertido en zonas de alto riesgo, pese a tener Alerta de Género desde 2015. La ironía es dolorosa: donde debería haber protección, hay indiferencia institucional.
Lo más grave es la discrepancia entre las estadísticas oficiales (19 feminicidios) y los registros ciudadanos (54 casos). Esta brecha refleja un problema estructural: la subestimación del delito. Recuerdo el caso de una joven en Temixco cuyo asesinato fue catalogado inicialmente como “riña entre vecinos”, hasta que la presión social obligó a reclasificarlo.
Los nuevos Centros LIBRES, aunque bienintencionados, llegan tarde y con recursos limitados. En mi experiencia, estos espacios suelen convertirse en trámites burocráticos más que en soluciones reales. La verdadera prevención requiere cambiar patrones culturales, mejorar la procuración de justicia y atacar la raíz: la normalización de la violencia.
Mientras el estado ocupe el primer lugar en tráfico de menores y tercero en secuestros de mujeres, cualquier discurso oficial sonará hueco. La lección es clara: sin voluntad política para destinar presupuesto real y sin reformas judiciales profundas, esta epidemia seguirá cobrando vidas.