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Noroña denuncia insulto del PAN como cobardía política

Un enfrentamiento verbal escaló a una batalla de principios entre dos figuras clave de la política nacional.

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¿Qué ocurre cuando la política abandona el debate de ideas para convertirse en un ring de agravios personales? Gerardo Fernández Noroña, líder del Senado mexicano, acaba de desnudar esta cruda realidad al exponer públicamente el lenguaje soez utilizado por Alfredo Chávez Madrid, coordinador del PAN en Chihuahua. Más que una riña personal, este episodio revela la bancarrota moral de ciertos sectores políticos que confunden la disidencia con la grosería institucionalizada.

En un escrito cargado de simbolismo histórico, Noroña contrasta las reglas del honor decimonónico con la impunidad verbal contemporánea: “Si esto fuera el siglo XIX, estaríamos hablando de padrinos y pistolas. Hoy solo queda el tribunal de la opinión pública”. Su respuesta trasciende lo personal para cuestionar todo un sistema que normaliza la violencia retórica como herramienta política.

El senador no se limita a defenderse. Lanza una provocación intelectual: ¿Puede construirse democracia sobre cimientos de agravios? Al denunciar una “campaña de linchamiento mediático”, expone la paradoja de quienes predican Estado de Derecho mientras practican el escarnio público. Su advertencia sobre el repudio ciudadano no es amenaza, sino lectura sociológica: en la era de la hiperconectividad, los excesos verbales tienen costos imprevistos.

La réplica panista, lejos de matizar, profundiza el conflicto. Chávez Madrid recurre al lugar común de equiparar lenguaje soez con autenticidad popular, ignorando que la verdadera rebeldía política hoy sería precisamente romper con esa tradición de confrontación estéril. Mientras Noroña apela al orgullo de origen (“soy pueblo”), sus detractores parecen anclados en una nostalgia por la política como batalla campal.

Este episodio trasciende lo anecdótico. Plantea preguntas incómodas: ¿Es posible una renovación del lenguaje político? ¿Pueden las instituciones sancionar la grosería sin caer en censura? La solución quizá no esté en duelos decimonónicos ni en fiscalías del siglo XXI, sino en reinventar completamente las reglas del debate público. Como demostró el movimiento #MeToo en otros ámbitos, el cambio cultural comienza cuando lo inaceptable deja de tolerarse.

La verdadera innovación política podría surgir de convertir este conflicto en oportunidad: ¿Y si en lugar de intercambios de insultos, los legisladores compitieran por quién presenta las propuestas más transformadoras? Ese sí sería un duelo digno del siglo XXI.

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