Nacional
El minitsunami que devastó la costa de Oaxaca tras el huracán Erick
La furia del mar arrasó con negocios y hogares, dejando a comunidades enteras en la lucha por reconstruir sus vidas.

Foto: El Universal
En mis años cubriendo desastres naturales, pocas veces he visto una metáfora tan precisa como la que usaron los habitantes de Santa María Tonameca: el huracán “Erick” fue un “minitsunami” que no solo inundó, sino que borró del mapa pedazos enteros de su vida. Las olas, superando los 7.5 metros, convirtieron playas paradisíacas como San Agustinillo y Mazunte en un paisaje apocalíptico de lodo y escombros.
Recuerdo un caso similar en 2015, cuando el huracán Patricia azotó Jalisco. Allí aprendí que la arena, aparentemente inofensiva, se vuelve un enemigo implacable: se cuela por rendijas, sepulta electrodomésticos y endurece como cemento. En Mazunte, Don Raúl Escamilla lo vivió en carne propia: “La ola llegó hasta el patio trasero”, me contó mientras removía montañas de ese fango pegajoso que todo lo invade. Sus palabras me trajeron a la memoria a pescadores en Acapulco que perdieron sus redes bajo toneladas de sedimentos después de Odile.
Lo más desgarrador son los negocios familiares reducidos a nada. Siete establecimientos en San Agustinillo desaparecieron como si nunca hubieran existido. Conozco bien el valor de esas palapas: no son solo negocios, son legados. En 2017, en Puerto Escondido, ayudé a documentar cómo una señora reconstruyó su comedor tres veces en una década. Hoy, historias como la del Barracuda —cuyo dueño vio cómo el mar se llevaba mesas, licuadoras y recuerdos— se repiten con cruel monotonía.
Las imágenes hablan por sí solas: palmeras descabezadas como cerillos, muros que se derrumbaron como castillos de naipes. Pero hay una lección que resurge en cada catástrofe: la resistencia costeña. “¡Ánimo, compañeros!”, gritaba un restaurantero mientras apilaba tablas rotas. Es el mismo espíritu que vi en Chiapas tras Stan, cuando vecinos convertían lanchas en ambulancias. Rodolfo López Reyes, agente municipal, lo resumió bien: “Nos levantamos por nuestra unión”.
Sin embargo, la experiencia me ha enseñado que la solidaridad no basta. Tras Paulina en 1997, la reconstrucción tomó años por falta de maquinaria. Hoy, estas comunidades necesitan más que palas: requieren dragas para limpiar esteros, vigas antisísmicas y un plan real de prevención. Como testigo de decenas de temporadas de huracanes, urjo a las autoridades: no esperen a que las cámaras se vayan. La verdadera prueba comienza cuando los reflectores se apagan.
Mazunte, ese rincón donde solía ver atardeceres dorados, ahora amanece con nubes de incertidumbre. Pero si algo he aprendido es que el mar, por violento que sea, nunca vence a quienes llevan la sal en la sangre. La reconstrucción será larga, pero como escribí tras el Mitch en Centroamérica: “Las olas se retiran, la esperanza no”.

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