La última producción de Hollywood es una tragedia en Brentwood
LOS ÁNGELES — En un giro argumental que ningún guionista de la meca del cine se habría atrevido a proponer, dos cadáveres fueron descubiertos en el santuario privado del cineasta Rob Reiner. Las víctimas, identificadas por un policía anónimo —ese noble y moderno oráculo que sólo habla bajo el manto de la no autorización—, resultaron ser el propio titán de la pantalla y su consorte, Michele. Así, la vida imita al arte, pero con un final mucho menos editado y más definitivo.
Los sabuesos de la ley, esos detectives que investigan robos y homicidios como si fueran géneros cinematográficos separados, barajan la hipótesis de las heridas por arma blanca. Un miembro del clan familiar, en un sublime ejercicio de metanarrativa, ha sido convocado para un interrogatorio, completando el reparto de este drama doméstico de proporciones shakesperianas. El Departamento de Bomberos, siempre listo para actuar en cualquier género, desde el rescate hasta la tragedia, hizo su entrada en escena tras una llamada de auxilio.
El guion se desmorona en el barrio exclusivo
El capitán de policía, un personaje secundario con nombre de actor de reparto (Mike Bland), declaró que se investiga un “aparente homicidio”. La elección léxica es deliciosa: “aparente”, como si la muerte pudiera ser un truco de cámara, un efecto especial, un *spoiler* de un mal día. Las autoridades, en un ejercicio de contención burocrática digna de elogio, se niegan a confirmar lo que todo el mundo ya sabe, protegiendo así el suspense, ese bien tan escaso en la era de la información instantánea.
Reiner, el arquitecto de sueños que nos enseñó que los héroes pueden ser princesas, que los soldados pueden manejar la verdad, y que el amor entre amigos puede tardar una década en florecer, ve su legado reducido a un titular urgente. Su personaje de Meathead, aquel idealista que debatía con el reaccionario Archie Bunker, queda ahora enmarcado en una ironía final y macabra. Sus representantes, fieles al protocolo del star system, guardan un silencio sepulcral, más elocuente que cualquier comunicado.
El epílogo oficial y la danza de los espectros
La alcaldesa Karen Bass no tardó en elevar el suceso a la categoría de catástrofe cívica. En un panegírico que mezcla el obituario con el discurso de campaña, proclamó que el difunto “siempre usó sus dones al servicio de los demás”. Una frase reconfortante que, como un bálsamo institucional, intenta cubrir el horror de un crimen pasional o familiar con la bandera del servicio público. Es el proceso mágico por el cual una muerte violenta se transforma, mediante ruedas de prensa, en parte del legado cultural de una ciudad.
La necrológica obligatoria recuerda su linaje (hijo del cómico Carl Reiner), su matrimonio de décadas con la fotógrafa Michele —a quien conoció dirigiendo la búsqueda del orgasmo femenino falso más famoso del cine—, y su anterior unión con Penny Marshall. La historia personal, ese cúmulo de amores, hijos y pérdidas, se compacta en dos párrafos, lista para ser digerida entre anuncios.
Y como todo en esta ciudad se mide por su proximidad a otra historia vendible, la nota no puede evitar señalar que la escena del crimen está a un tiro de piedra del lugar donde Nicole Brown Simpson y Ron Goldman fueron sacrificados en el altar del sensacionalismo nacional. Brentwood, ese barrio de sueños dorados y setos perfectos, demuestra una vez más que su verdadero producto de exportación no es el lujo, sino el morbo. Los asesinatos son raros, se aclara, como si la estadística pudiera consolar a los fantasmas. Lo que no es raro es el circo que llega después: las cámaras, los expertos, la transformación de una vida en contenido y de una muerte en espectáculo. La última dirección de Rob Reiner, al parecer, no tendrá corte final.















