El Vaticano en bancarrota espiritual y financiera

En un giro divino de ironía, el Vaticano —ese reino celestial donde los ángeles llevan Excel en vez de arpas— enfrenta una crisis que ni San Pedro podría resolver con un milagro contable. El Papa Francisco, en su cruzada por modernizar las arcas más opacas desde el tesoro de Barbanegra, partió al cielo sin lograr que las monjas dejaran de anotar gastos en cuadernos escolares. ¡Oh, divina burocracia!

Ahora, el flamante León XIV hereda un Estado con más agujeros que el cilicio de un penitente: un déficit que crece como la hierba mala, un fondo de pensiones que parece obra del demonio (2 mil millones en pasivos) y una Curia que resiste los cambios como los fariseos a Jesús. ¿Auditorías? Aquí prefieren el arte de la evasión, disfrazada de “seguridad pontificia”.

El colmo llegó con el edificio de lujo en Londres, una inversión tan sagrada que terminó en condena para un cardenal. Porque nada dice “humildad cristiana” como especular con inmuebles en Mayfair. Mientras, los donantes —Alemania y EE.UU., esos mecenas laicos— fruncen el cejo ante un patrimonio valuado en un euro simbólico. ¿El seguro del Juicio Final de Miguel Ángel? Eso ya cuesta millones.

“Es un incendio de cinco alarmas”, grita un analista. Pero en el Vaticano, hasta las llamas tienen que esperar la aprobación de tres comisiones.

La solución espiritual es clara: rezar. La económica, un misterio mayor que la Santísima Trinidad. ¿Vender arte? ¡Herejía! Mejor esperar que los turistas sigan pagando 20 euros por ver el techo de la Sixtina. Así, entre misas y balances en rojo, la Iglesia demuestra que el verdadero milagro es seguir a flote sin tocar su patrimonio… o su orgullo.