La gentrificación avanza mientras las banquetas crecen y los vecinos se ahogan

En un acto de teatro burocrático digno de un premio Oscar municipal, las autoridades de la Alcaldía Cuauhtémoc organizaron tres foros para “dialogar” sobre la gentrificación, ese fenómeno mágico donde los pobres desaparecen y los cafés de $200 pesos aparecen. Mientras los funcionarios posaban para fotos con vecinos indignados, las banquetas crecían más que la paciencia de los residentes.

En la Plaza Río de Janeiro, epicentro de la Roma hipsterizada, los ciudadanos expusieron cómo los fondos de los parquímetros —ese impuesto disfrazado que los automovilistas pagan por el privilegio de respirar smog— fueron milagrosamente invertidos en cruces “seguros” (que solo existen en los renders oficiales) y banquetas tan amplias que ya podrían alquilarse como estudios para millennials.

La coordinadora Marbella Hernández, heroína sin capa, reveló que 8 millones de pesos se esfumaron más rápido que un departamento en Airbnb: Pedimos el proyecto ejecutivo y nos entregaron un PowerPoint con memes. Mientras, las ciclovías de Álvaro Obregón parecen pistas de obstáculos, y los franeleros —únicos gestores urbanos eficientes— operan con más transparencia que el gobierno.

Los inmuebles históricos, ahora convertidos en instagrammable spots, pierden su alma entre fachadas de concreto y cartones de oat milk. Juana Mayen, vecina y Cassandra local, advirtió: El suelo colapsa, pero a los desarrolladores les importa más el brunch que las tuberías. Miguel Zepeda, otro habitante de esta distopía, denunció cómo los restaurantes convierten las banquetas en extensiones privadas, limpiadas con mangueras como si la escasez de agua fuera un mito.

Mientras tanto, en algún rincón de un despacho oficial, un funcionario anota en su cuaderno: Prioridades 2024: más jardines verticales, menos agua potable.