CDMX endurece penas y persigue de oficio la violencia de género

CIUDAD DE MÉXICO.- Una serie de reformas legales, aprobadas con celeridad en el Congreso capitalino, prometen redefinir la batalla contra la violencia de género y familiar. Pero, ¿estas modificaciones al Código Penal y a la Ley de Cultura Cívica representan un cambio estructural o son solo un ajuste punitivo en un escenario de emergencia? La narrativa oficial habla de garantizar a las mujeres el derecho a una vida libre de violencias. Sin embargo, una mirada investigativa obliga a desentrañar capas más profundas.

Las iniciativas, presentadas por la jefa de Gobierno, Clara Brugada, en una fecha emblemática como el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, fueron avaladas con 52 votos a favor. El documento consultado por este medio revela una intención declarada: transformar la respuesta del Estado. No se limitaría a castigar, sino a prevenir y proteger, alineándose con estándares internacionales de derechos humanos. La pregunta que surge es inevitable: ¿la infraestructura de procuración de justicia y los sistemas de apoyo a víctimas están a la altura de esta ambiciosa retórica legislativa?

El análisis de los artículos reformados muestra alteraciones significativas. Por un lado, delitos como el abuso sexual y el acoso sexual pasarán a ser perseguidos de oficio, es decir, sin que la víctima necesariamente tenga que presentar una querella formal, un cambio que expertos consultados califican como crucial para romper ciclos de impunidad. Las penas por abuso sexual se establecen entre uno y siete años de prisión, incluyendo ahora actos donde se obliga a presenciar conductas de índole sexual.

Por otro lado, el hostigamiento sexual digital contra menores se perseguirá también de oficio, con castigos de hasta cuatro años de cárcel para quienes intenten contactar a niñas, niños o adolescentes con fines sexuales. Este punto plantea un nuevo frente de desafío para las autoridades: la capacidad forense y de rastreo en el ciberespacio.

Quizás el dato más revelador emerge al examinar el delito de violencia familiar. Las penas aumentan de un rango de uno a seis años, a uno de dos a siete años de prisión en casos agravados. Los agravantes incluyen embarazo de la víctima, uso de armas, lesiones graves o antecedentes del agresor. Este endurecimiento no es una mera cifra en un papel. Se da en un contexto donde, según los propios registros oficiales citados en los documentos legislativos, solo en los primeros meses de 2025 se han presentado más de 12 mil denuncias por este ilícito en la capital. La cifra, estremecedora, actúa como un telón de fondo que cuestiona la eficacia del sistema anterior.

La investigación apunta a un elemento subyacente: la incorporación obligatoria de servicios reeducativos para los agresores. El Estado no solo castiga, sino que intenta, al menos sobre el papel, modificar los patrones culturales machistas que alimentan la violencia. ¿Serán estos programas meros trámites o intervenciones psicológicas y sociales efectivas? La respuesta aún está escrita en el futuro.

La conclusión de este recorrido por las capas de la reforma es dual. Existe un avance legislativo indudable, un intento por cerrar grietas legales y responder a una crisis social palpable. No obstante, la verdadera prueba está fuera del recinto parlamentario. La revelación final no es la ley en sí, sino la advertencia implícita: de nada servirán penas más duras si no van acompañadas de una revolución en la capacitación policial, la sensibilidad judicial, la disponibilidad de refugios y la erradicación de la revictimización. El Congreso ha movido sus piezas. Ahora, el tablero completo del sistema de justicia debe seguir el movimiento.

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